A Él oid
Lucas 9:28-36 V.C. 9:35
“Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd”
A principios del siglo pasado, hubo quienes comenzaron a preocuparse por la diferencia que se observaba entre los niños que asistían al colegio. Los de clase social elevada, usaban ropa muy distinguida mientras que los de clases más bajas vestían de manera más humilde. Por esta razón, a fin de que no se notasen las diferencias sociales, se hicieron continuas campañas para que los chicos utilizasen guardapolvos. De esta forma, todos estarían igualmente uniformados y no se notarían las diferencias en la vestimenta. Si bien hubo padres que se resistían a la idea, finalmente, terminó por imponerse esta iniciativa. Con el tiempo, llegó a volverse obligatorio el uso del guardapolvo en las escuelas.
Lo que muchas veces nos preguntamos es por qué la escuela pública eligió el color blanco para un atuendo que está expuesto constantemente a roces y a los maltratos y travesuras naturales de los chicos. En realidad, esto fue así en imitación a la vestimenta que usaban los médicos de la época. Por ese tiempo, se asociaba la suciedad con los agentes patógenos que pudieran propagar enfermedades. Siendo que las escuelas eran consideradas potenciales epicentros de propagación de enfermedades, el color blanco permitiría ver claramente la suciedad y así advertir el riesgo epidemiológico. Por esta causa se propuso el color blanco. Y por esta causa, los padres de los chicos daban su mejor esfuerzo para que al menos el primer día de clase, sus hijos vistieran de punta en blanco.
Rápidamente, esto se volvió una oportunidad para el negocio de productos limpiadores que prometían dejar la ropa impecable. Aún hoy en día, vemos las promociones de los diferentes jabones que garantizan devolver e incluso mejorar la blancura de la ropa. La verdad es que, los guardapolvos blancos de los chicos, sin querer queriendo, nos permiten ver la naturaleza del hombre. Porque, en realidad, al igual que ese guardapolvo que sufre los ajetreos diarios y normales de los estudiantes, nuestra tendencia también es la de ir oscureciendo nuestra vestidura interior antes que la de ir blanqueando. Porque por más que el hombre reciba un guardapolvo blanco, éste no tarda en sufrir la consecuencias del pecado. El pecado es el agente patógeno que conduce a todo hombre a la muerte. Sin embargo, Jesús tiene el poder para blanquear el corazón más sucio a través del perdón que nos da en su sangre. Su sangre redentora es más poderosa que cualquier jabón que promocione este mundo. Y además, Jesús promete revestir en su segunda venida, a todos los que hemos creído en él, con eternas vestiduras blancas y resplandecientes; vestiduras que ya no experimentarán más la suciedad del pecado.
Como vemos en la palabra de hoy, Jesús tiene esta autoridad porque si bien él eligió cubrirse con nuestros guardapolvos sucios y manchados de pecado para traernos pureza, en su esencia, siempre mantuvo su incomparable blancura. Esta gloria inalterable fue la que quiso darles a conocer a sus discípulos a través de su transfiguración. De este modo, ellos podrían adquirir una esperanza viva en que Jesús, algún día, también los cubriría con una vestidura blanca y resplandeciente. A esta esperanza también nos invita nuestro Señor. Pero para llegar a ella, Dios nos exhorta a oír y obedecer la palabra de Jesús. Oigamos, entonces, la voz de nuestro Señor y aferrémonos a esa esperanza de gloria eterna y certera que nos aguarda en los cielos.
- La gloria de Jesús (28-32)
En la última lectura, vimos que Jesús les había hecho dos preguntas a sus discípulos. La primera fue quién decía la gente que era él. La segunda fue quién decían ellos que era su Maestro. En ese momento, Pedro tomó la palabra y respondió: “El Cristo de Dios” (Lc 9:20b). Luego de oír esto, Jesús les anunció por primera vez a sus seguidores que era necesario que él atravesase por la muerte pero que resucitaría al tercer día. Además, les enseñó cómo era el camino de un discípulo animándolos a confesarlo no sólo con sus labios sino con sus vidas mismas. Finalizando sus palabras, Jesús les había asegurado: “Pero os digo en verdad, que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que vean el reino de Dios” (Lc 9:27). Tal vez, él se estaba refiriendo a los hechos que vemos hoy y que ocurrieron una semana después.
Jesús tomó a Pedro, Juan y Jacobo y subió a un monte para orar. Mientras tanto, los otros discípulos los esperaban al pie de la montaña. No era extraño para los apóstoles que su Señor se apartase para orar. Sin embargo, esta ocasión no era como cualquier otra. Lucas describe: “Y entre tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente” (Lc 9:29). Frente a los ojos de sus tres discípulos, algo increíble estaba sucediendo. Mientras Jesús oraba, su apariencia cambió. Su rostro se hizo otro y su ropa se volvió blanca y resplandeciente. Mateo nos dice que, estando en oración, Jesús “se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt 17:2). Marcos detalla que “…sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos” (Mr 9:3). Toda la presencia de Jesús brillaba mientras él oraba. Su rostro era como el sol, sus vestidos blancos como la nieve. Podemos imaginar lo impactante que debió haber sido para sus discípulos contemplar algo como eso. Pero no todo terminó allí.
La palabra agrega: “Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lc 9:30,31). Para mayor asombro de los discípulos, vieron aparecer la presencia de dos personajes históricos: Moisés y Elías. Moisés había muerto luego de haber guiado a la nación de Israel desde Egipto y a través del desierto. Elías no había experimentado la muerte sino que había sido llevado en carros de fuego directamente al cielo. Ambos se hicieron presentes en la manifestación de la gloria de Jesús. Moisés era el representante de la Ley. Elías era el representante de los profetas. Justamente, la Ley y los Profetas era la forma en que los judíos llamaban a las Escrituras bíblicas. Y, de este modo, ante Jesús, Moisés y Elías hablaban de su partida que se cumpliría en Jerusalén de acuerdo a lo que indicaba la palabra de Dios. Jesús mismo afirmó: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mt 5:17). Pedro también afirmó: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 P 1:19). Conforme a las promesas de Dios dadas en la Ley y los Profetas, Jesús consumaría su obra redentora al dar su vida sobre una cruz.
De esta forma, Pedro, Juan y Jacobo fueron testigos de la gloria de Jesús y la de Moisés y Elías. Así confirmaron su fe en Jesús, el Cristo de Dios. Los discípulos veían a su Maestro a diario, revestido de una apariencia simple y humilde. A pesar de esto, él mantenía una identidad celestial. Él mantenía su naturaleza divina. Por eso, Jesús quiso mostrarles su gloria confirmándoles así su verdadera identidad. Asimismo, quiso sembrar en ellos una esperanza de gloria eterna. Porque todos los que creyeron en Jesús y obtuvieron su perdón y su justicia serán cubiertos de vestiduras blancas. A todos los que hemos creído en Jesús y le hemos seguido, nos espera una eternidad de gloria en los cielos.
Jesús le prometió a los hermanos de la iglesia de Sardis: “El que venciere será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles” (Ap 3:5). Tal como fue visible en Moisés y Elías, nuestro Señor nos llama a anhelar ser revestidos de su gloria eterna y a poner nuestra esperanza en su reino celestial. El mundo ofrece muchas glorias. Pero todas estas son temporales, condicionales e imperfectas. La gloria que nuestro Señor tiene para nosotros es eterna, pura y perfecta. Por eso, Pablo nos exhorta diciéndonos: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3:1,2).
Para quienes han descubierto en Jesús al Hijo de Dios, no hay otra gloria a la que deben aspirar que la que está en los cielos. Juan, un testigo de la transfiguración declaró: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2:15-17). Como también dijo Pedro, “…el Dios de toda gracia… nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo” (1 P 5:10a). ¿Dónde está la gloria que deseás recibir? ¿En los ofrecimientos pasajeros de este mundo o en el reino de los cielos? Que nuestra gloria esté en Jesús y no en este mundo. Hay vestiduras blancas para los vencedores. Así que, anhelemos la corona celestial. Perseveremos en la fe con la absoluta certeza que hay una gloria eterna que nos espera.
- Este es mi Hijo amado (33-36)
Ante la escena que contemplaban, los discípulos se sintieron como rendidos de sueño. No obstante, permanecieron despiertos para no perderse nada de lo que tenían ante sus ojos. Al alejarse Moisés y Elías, embelesado por aquella atmósfera, Pedro le propuso a Jesús: “Maestro, bueno es para nosotros que estemos aquí; y hagamos tres enramadas, una para ti, una para Moisés, y una para Elías” (Lc 9:33b). Sin embargo, Pedro no sabía lo que decía. Estaba completamente absorto; suspendido en la paz que emanaba de lo placentero de aquel ambiente de gloria. Por eso, sugirió construir tres tiendas en la que Jesús, Moisés y Elías pudiesen reposar y así, ellos también pudiesen quedarse por más tiempo en aquel lugar.
Sin embargo, aún no había llegado la hora para que los discípulos permaneciesen en la gloria celestial. Por eso, Lucas relata que “Mientras él decía esto, vino una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd. Y cuando cesó la voz, Jesús fue hallado solo” (Lc 9:34-36a). Para poder experimentar la gloria eterna, primeramente, los discípulos debían oír la voz del Hijo amado de Dios. Debían atravesar por la obediencia que los conduciría a la misión.
Cuando Dios había guiado a su pueblo a través del desierto en su camino a la tierra prometida, Él se hizo presente a través de una nube de gloria. Ahora, en el monte de transfiguración, la presencia del Dios Padre también apareció en una nube para darles a los discípulos un mensaje muy especial. Él les dijo: “Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Lc 9:35b). Desde los cielos, Dios reconoció a Jesús como su Hijo amado a quien había enviado a salvar a la humanidad. Y dio, asimismo, una orden simple, directa y que abría las puertas a la gloria celestial. Dijo: “A él oíd”.
En el mundo hay muchas voces que nos aturden y buscan distraer y captar nuestra atención. Pero nuestro Padre celestial anhela que oigamos sólo la voz de su Hijo amado. Que pongamos atención en lo que él tiene para decirnos. Que recibamos su mensaje y obedezcamos sus enseñanzas. Que abramos nuestros oídos y corazón a él. Porque sus palabras tienen vida. En su voz hay salvación. Jesús declaró: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán” (Jn 5:24,25). El que oye al Hijo amado de Dios alcanza la vida eterna, ha pasado de muerte a vida. Asimismo, el Señor le aseguró a la iglesia de Laodicea: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3:20). El que oye la voz de Jesús puede experimentar una intimidad con el Señor y vivir a su lado para siempre. Él afirmó: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10:27,28).
El destino de una persona está en si ha oído o no la voz de Jesús. Los que la oyen, vivirán. Pero los que no oyen su voz, recibirán condenación. En el momento de ser enjuiciado, Jesús le dijo a Pilato: “Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Jn 18:37b). En aquella escena, parecía ser Pilato quien estaba juzgando pero en realidad, Jesús era el verdadero Juez. Y entonces, no entendiendo sus palabras, al oír al Señor, Pilato le contestó: “¿Qué es la verdad?” (Jn 18:38a). Si anhelamos vivir en la verdad, oiremos la voz de Jesús. Pero si nos dejamos llevar por los engaños de las voces del mundo, terminaremos cayendo en la condenación del pecado.
Ahora bien, ¿cómo podemos oír la voz de Jesús y cumplir así la orden del Dios Padre? Nuestro Señor nos habla a través de la palabra de Dios. Por eso, obedecer la orden de Dios implica dedicar tiempo de calidad en leer, meditar, aprender, memorizar y practicar las enseñanzas de Jesús. Asimismo, podemos oír la voz del Señor cuando oramos con un corazón completamente rendido en la guía de su Espíritu Santo. Por eso, si no leemos la palabra de Dios ni oramos diariamente, es imposible que podamos oír la voz de Jesús. Es imposible que podamos tener una comunión con él y que podamos cumplir lo que Dios ordenó desde la nube. Él nos dice: “A él oíd”. Debemos oír la voz de Jesús y no las voces del mundo. Pero oír la voz de Jesús no es sólo escucharlo sino también obedecerlo. De allí viene la verdadera bendición. Porque por oír la voz de Jesús podemos hallar justicia y santidad.
Una vez que se oyeron las palabras del Dios Padre, los discípulos levantaron su mirada y sólo encontraron a Jesús. Luego de esta experiencia, no pudieron emitir palabra alguna. Estaban llenos de temor. Se quedaron mudos sin poder decir lo que había presenciado. Pero un tiempo después, no lograron contener su testimonio y compartieron la experiencia de lo que vieron. Así, animaron a los creyentes a permanecer en la fe y en la esperanza en el Hijo de Dios. Por eso, Pedro escribió a los hermanos en una de sus cartas: “Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (2 P 1:16-18).
Nuestro Dios hoy también quiere darnos una esperanza de gloria. Quiere que oigamos la voz de Jesús para hallar en él la salvación y la vida eterna. Quiere llevarnos a una comunión e intimidad con él que dure toda la eternidad. “A él oíd” nos dice el Señor. Pongamos nuestra mirada y nuestra esperanza en nuestro Salvador Jesús y no en este mundo temporal. Oigamos y obedezcamos su palabra, con la certeza de que seremos revestidos de vestiduras blancas y resplandecientes. En Jesús, tenemos la absoluta seguridad de que hay una gloria permanente, perfecta y eterna que nos aguarda en los cielos.
