Un Niño en pañales -mensaje de Navidad 20/12/20

diciembre 21st, 2020 Posted by Mensaje Dominical 0 thoughts on “Un Niño en pañales -mensaje de Navidad 20/12/20”

Un Niño en pañales

Mensaje de Navidad 2020

Lucas 2:1-7

“Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón”

Un niño en pañales. Con tan sólo imaginar la escena de un niño en pañales, en nuestro corazón se despierta una catarata de sensaciones, pensamientos y emociones. Esa simple imagen frente a nosotros no necesita de explicaciones o comentario alguno. Aun sin decir una palabra, un niño en pañales pregona el milagro de una nueva vida. Proclama la fortaleza de una nueva historia. Declara libertad. Con su ternura, nos inspira amor. Nos llena de paz. Nos roba una sonrisa y nos hace experimentar una profunda alegría. Aun con tan sólo imaginar ese retrato. Aunque nadie esboce o articule aclaración alguna sobre esa representación que se alza ante nosotros. Un niño en pañales transmite un mensaje de esperanza. Y dentro de cualquier paisaje, nuestros ojos no pueden pasarlo por alto. No hay distracción alguna que pueda desviar nuestra mirada de un niño en pañales. Allí encontramos pureza e inocencia y, al mismo tiempo, fragilidad.

 

Un Niño en pañales es la señal que Dios hoy pone frente a nosotros. Porque ese Niño en pañales que Él nos presenta, sin decir palabra alguna, nos está invitando a la vida. Ese Niño en pañales viene a iniciar en nosotros una nueva historia. Viene, tiernamente, a transmitirnos su amor y su paz. Viene a darnos libertad y a llenarnos de gozo y pureza. Nuestros ojos no pueden pasar por alto su fragilidad, inocencia y belleza. Pero en esa fragilidad, hay un poder descomunal e infinito. Ese Niño en pañales tiene el poder para restaurarnos, sanar nuestro corazón y darnos la salvación que nada ni nadie de este mundo puede brindarnos. Ese Niño en pañales es nuestro Señor Jesucristo que renunció a todo para acercarse a nosotros y para acercarnos a él. Ha venido a buscarnos para llevarnos a su reino de gloria. Ha venido a producir en nosotros el milagro de una nueva vida por creer en Él. ¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a recibir su invitación?

 

 

  1. El decreto humano y el decreto divino (1-5)

En la lucha por tomar el control sobre territorios, riquezas y personas, en toda la historia de la humanidad, siempre se han levantado hombres con sed de poder. Así fue cómo surgieron gobernantes implacables que dominaban y sometían reinos y naciones. De este modo, en los diferentes tiempos y lugares, ha habido líderes buenos y otros muy perversos; fuertes o muy débiles; amados u odiados por su gente. Pero en todos los casos, los poderes humanos han dejado impresa su marca distintiva y han determinado el destino de aquellos que debieron obedecerles. Cuanto más firme o imponente se mostraba un gobernante o líder político, más acataban sus órdenes las multitudes que no dudaban en seguir sus demandas ya sea por el temor a las represalias o por el carisma y la confianza en el dirigente que los comandaba.

 

Podríamos decir que, justamente, el carisma o la confianza no eran las características predominantes de aquel que reinaba sobre el pueblo de Israel en tiempos de José y María. Por el contrario, era el terror lo que llevaba a las personas a cumplir cada decreto de ese gobernante. Por aquel entonces, los hebreos habían perdido su libertad por haber sido vencidos y conquistados por una nación más poderosa. Los ejércitos de Roma los habían invadido, tal como impusieron su fuerza sobre diversas naciones en un vasto territorio alrededor del Mar Mediterráneo. Era, entonces, el emperador romano quien determinaba el devenir de miles de hombres que estaban bajo su dominio. Augusto César fue el primer emperador romano que reinó entre el año 27 a.C. y el 14 d.C. Precisamente, este emperador resultó ser el máximo gobernante político en tiempos en que la historia quedaría dividida en dos por un acontecimiento sin igual.

 

Relatándonos ese acontecimiento, Lucas nos dice: “Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado” (Lc 2:1). A fin de consolidar su autoridad, el emperador romano determinó que todos aquellos que se hallaban bajo su mando, fuesen censados. De esta manera, Roma sabría el número de personas conquistadas pero además, obtendría la cifra de contribuyentes que pagarían impuestos y la cantidad de hombres adultos que podrían ser adiestrados para formar parte de sus ejércitos. Ante la orden de Augusto César, nadie podía negarse. Todos debían obedecerlo sin cuestionamientos, quejas o demoras. Por eso, en la narración encontramos cuál fue la reacción de la gente ante el mandato del emperador. Nos dice: “E iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad” (Lc 2:3). Así vemos cómo, ante un edicto humano, absolutamente todos obedecieron.

 

El pueblo de Israel tenía una característica muy peculiar y distintiva. Porque, si bien todo nativo formaba parte de esta nación, cada ciudadano sabía con exactitud cuál era su árbol genealógico. Cada ciudadano llevaba un registro detallado de su familia. A causa de esto, reconocía a qué precisa región pertenecían sus antepasados y esta era considerada su tierra de procedencia. Por eso, ante la orden del emperador, cada hebreo supo dirigirse a la ciudad de sus ancestros, abandonando sus casas, para participar del censo impuesto por Augusto.

 

Los edictos humanos establecidos por los gobernantes terrenales parecen ser la causa fundamental del curso de la historia. Este año, por ejemplo, cuando los gobernantes de todo el mundo establecieron la necesidad de un aislamiento obligatorio, todos nos quedamos en casa. En un principio, fueron pocos los cuestionamientos o las expresiones de desaprobación a esta medida. Ante lo decretado por los líderes políticos, la mayoría de los trabajadores cumplió sus labores desde su hogar, los centros educativos permanecieron cerrados así como también varios locales, negocios y centros recreativos. Hasta las iglesias se vieron impedidas a celebrar sus cultos congregacionales. Así vemos que, con sus órdenes y reglamentaciones, los gobernantes dirigen la vida de su gente y marcan el destino de su nación. Mueven masas, fijan normas, reciben honra y poder y, asimismo, se los considera responsables de los buenos o malos resultados que producen sus decisiones.

 

Pero la palabra de hoy nos hace ver algo diferente. Porque el relato que estamos compartiendo nos muestra que, en realidad, hay alguien más que está por encima de toda autoridad humana. Este relato señala: “Y José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por cuanto era de la casa y familia de David; para ser empadronado con María su mujer, desposada con él, la cual estaba encinta” (Lc 2:4,5). Ante la orden de Augusto César, aun María, una embarazada a punto de dar a luz, se vio en la obligación de movilizarse. Ella tuvo que trasladarse junto a su esposo José desde su lugar de residencia en Nazaret. Ambos emprendieron su viaje a Belén, la ciudad de sus antepasados, recorriendo unos ciento treinta kilómetros. Así, debieron sobreponerse a todos los inconvenientes propios de las rutas de la época y la limitación física de María por su embarazo. Todo esto a causa del edicto humano de un emperador.

 

Pero había otro edicto, no humano sino divino. Era el designio establecido de antemano por el verdadero Conductor del destino de los hombres. Porque aun antes de este empadronamiento, e incluso mucho antes del nacimiento de aquel emperador que se imponía con gran autoridad, quinientos años antes del censo, Dios ya había dispuesto lo siguiente: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Mi 5:2). Dios había predicho la venida del Señor de Israel que nacería en la ciudad de Belén quinientos años antes de César Augusto. Incluso, mil años antes del edicto de este emperador, Dios le había prometido al rey David: “yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo” (2 S 7:12b-14a). Dios había previsto el nacimiento de su Hijo como el Rey eterno y descendiente de la casa de David mil años antes de César Augusto. Dios había establecido a la ciudad de Belén como el lugar en el que debía nacer el Mesías quinientos años antes de este emperador. Y entonces, podemos preguntarnos, ¿quién era el que estaba dirigiendo la historia? ¿Quién tenía la verdadera autoridad? ¿Qué decreto era, en realidad, el que había hecho movilizar las masas? ¿El edicto humano o el edicto divino? Si bien José y María fueron forzados a abandonar su tierra para dirigirse a otro lugar por un edicto humano, detrás de todo esto, era Dios quien los estaba dirigiendo para que ella diera a luz a su Hijo en el tiempo y lugar que Él ya había establecido.

 

Aparentemente, los dueños del destino y de la historia de la humanidad son los emperadores o líderes terrenales con sus edictos humanos. Pero el verdadero soberano es otro. El auténtico Hacedor de la historia es nuestro Dios, el único y verdadero Señor. Él es quien está en control de todo y quien tiene todo establecido según su sabia y buena voluntad. Son sus edictos divinos los que están conduciendo la historia al cumplimiento de sus propósitos eternos. La palabra de Proverbios así como el famoso refrán popular nos dicen que “El hombre propone y Dios dispone” (Pr 16:1; NVI). El profeta Daniel también proclamó: “Sea bendito el nombre de Dios de siglos en siglos, porque suyos son el poder y la sabiduría. El muda los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes; da la sabiduría a los sabios, y la ciencia a los entendidos” (Dn 2:20b,21).

 

Así que, tu vida no depende de lo que los hombres dispongan sino de lo que Dios ha establecido. Tu vida no está en las manos de hombres sino en las manos del Dios soberano. Los edictos que conducen la historia no son los humanos sino los divinos. Por eso, no es a los hombres a quien debemos dirigir nuestra mirada para esperar algo de ellos. Debemos dirigir nuestra mirada hacia nuestro Dios. En el Señor es donde debemos poner nuestras esperanzas porque de Él vendrá nuestra ayuda y fortaleza. Y, asimismo, un día deberemos rendir cuentas delante de Él. Dios es el verdadero Conductor de la historia de la humanidad y no hombre alguno. En Él podemos vivir con seguridad, paz y confianza. Porque Él es nuestro Padre celestial que es fiel en cumplir cada una de sus promesas por más oscuro que el ambiente se presente. Él hace posible lo imposible. Sus edictos divinos son perfectos. No fallan. Son ineludibles. Cuando el Señor determina algo, esto sí o sí, se cumplirá. Nadie puede oponerse a sus designios. Nadie puede negarse a su obra que busca bendecirte, restaurarte, sanar tu corazón y traerte salvación.

 

Algún día, los líderes terrenales que hoy gobiernan con sus mandatos y decretos humanos dejarán de existir o perderán su poder. Pero Dios nunca dejará de ser. Su poder no se extingue. Su gloria no se desvanece. Lo que Él determinó, será realizado. Lo que el prometió, se cumplirá. Este Dios soberano ha preparado cada detalle de la historia y, asimismo, cada detalle de tu vida para atraerte a su presencia y bendecirte con su salvación. No rechacemos su invitación. No rechacemos su gobierno. Pues sólo Él merece recibir nuestro corazón. Sólo a Él vale la pena entregarle nuestra vida. Sólo Él es el Hacedor de nuestra historia.

 

 

  1. El cumplimiento de la promesa (6-7)

De acuerdo a sus edictos divinos, había llegado el tiempo en el que Dios debía enviar a su Hijo a este mundo conforme a sus promesas. De este modo, José y María concurrieron al censo en su ciudad de origen. Pero el paso de una mujer embarazada es mucho más lento que el de otros. Una mujer en sus últimos días de embarazo no puede desplazarse a la misma velocidad que los demás. Por eso, José y María deben haberse demorado bastante en llegar hasta Belén. Y, debido a esto, cuando finalmente arribaron, la ciudad se encontraba ya abarrotada por aquellos que también habían venido en respuesta a la orden imperial.

 

La palabra nos dice: “Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2:6,7). Los hospedajes estaban repletos. La ciudad se había llenado de visitantes. José y María no tenían parientes conocidos en aquel lugar. Estaban muy lejos de su hogar. Así que, no pudieron encontrar asilo alguno donde alojarse. Pero la situación se volvió aun más dramática y desesperante cuando a María comenzaron a invadirla los dolores del parto. Su bebé ya estaba por nacer. Había llegado el momento. Pero no tenían un lugar donde recibir a su pequeño hijo.

 

Todo padre quiere darle lo mejor a su hijo. Pero José y María tuvieron que resignarse a una penosa circunstancia. Nadie quiso darles un lugar donde pudieran quedarse. A pesar de que ella estaba por dar a luz y se estremecía de dolor, nadie quiso cederles su habitación. Nadie quiso sacrificarse por ellos. De este modo, aun desde su nacimiento, ese niño sería rechazado por la humanidad a la que venía a visitar y a salvar. Como lo describe Juan: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn 1:11). Si ellos tan sólo hubiesen sido capaces de ver quién era aquel niño que estaba por nacer. Si hubiesen sido capaces de reconocer el sacrificio que hacía al venir a esta tierra. Si hubiesen podido ver el amor que venía a derramar sobre ellos. Si tan sólo hubieran podido percibir que él venía con la misión de traerles perdón y vida. Pero ninguno reconoció quién era el que se escondía detrás de ese pequeño niño que venía con suma fragilidad a este mundo. Ninguno pudo reconocer su verdadera identidad ni su misión. Porque, como mucha gente de hoy que ignora a ese Niño, todos estaban concentrados en sus propios asuntos. Inmersos en sus preocupaciones. Abrumados por sus obligaciones. Cegados por sus ambiciones. Ocupados en sus propios proyectos. Sumidos en su comodidad. Y, de este modo, la consecuencia de la indiferencia de la humanidad ante ese niño que nacía quedó sintetizada en una frase absolutamente gráfica: “no había lugar para ellos en el mesón”. No había lugar en este mundo para ese ser tan pequeño y, a la vez, tan grande que nacía. No había un lugar bien dispuesto ni preparado para él. Porque, en sí, no había corazón alguno preparado para recibir a ese pequeño. Y por ello, debió nacer en un establo, en recinto de animales. Así fue ignorado por los hombres. Por esto, su madre debió envolverlo en pañales y acostarlo, no en una cuna digna de un rey sino en un pesebre, el cajón del que comía el ganado.

 

Y así, aquel bebé que merecía recibirlo todo, vino a este mundo en completa humildad y en la indiferencia de aquellos por quienes lo había dejado todo. Pero, entonces, ¿quién era ese Niño en pañales? ¿Quién era Aquel que era despreciado aun desde antes de haber nacido?

 

El Niño en pañales era el Hijo de Dios. Al anunciarle sobre el nacimiento de su hijo, un ángel le había dicho a María: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti… por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1:35). El hijo de María es el Hijo de Dios prometido. Aquel que fue acostado en un pesebre, despreciado por la gente, al que nadie esperaba, es el Hijo de Dios que había abandonado toda gloria celestial para venir a habitar entre nosotros naciendo como un frágil bebé. Era el Dios todopoderoso que venía a visitar a sus criaturas.

 

El Niño en pañales era Jesús, el Salvador. Tiempo atrás, mientras José pensaba en el inexplicable embarazo de su prometida, Dios se le presentó en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1:20b,21). Aquel bebé había nacido en este mundo con una misión gloriosa: salvar a su pueblo, no de dominios ni circunstancias terrenales sino de sus pecados. Porque el pecado produce esclavitud. El pecado produce separación con Dios. El pecado produce muerte eterna. Así que, para rescatar al hombre de su trágico e inevitable destino, había nacido aquel pequeño hijo de María.

 

El Niño en pañales era el Rey y Señor de los hombres. Ese Niño era un descendiente del rey David a quien Dios le prometió afirmar el trono de su reino para siempre. Cuando unos magos vinieron del oriente buscándolo, preguntaron en Jerusalén: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle” (Mt 2:2). Aun en el ambiente tan pobre en el que se encontraba, ese Niño era el Rey de reyes y Señor de señores. Pero él no había venido a establecer reinos terrenales, a sentarse en tronos ostentosos o a vivir en grandes palacios. Él vino con el propósito de reinar no territorios geográficos sino nuestro corazón.

 

El Niño en pañales era el Sacrificio provisto por Dios para nuestra redención. Jesús vino a este mundo para servir a la humanidad y conducirla ante el Señor. Él les declaró a sus discípulos: “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr 10:45). Ese Niño vino a este mundo para servir al hombre y dar su vida tomando nuestro lugar en la condenación que nos correspondía. Pablo nos dice que Jesús, “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2:6-8).

 

Ese Niño en pañales recostado en un pesebre es Jesús, el Hijo de Dios, que nació en este mundo para ser nuestro Rey eterno y para llevarnos al reino de los cielos. Como lo fue en su nacimiento, ese Niño en pañales sería despreciado y humillado por quienes amó. Ese Niño envuelto en pañales daría su vida tomando nuestro lugar. Sus tiernas manos y pies serían clavados a una cruz. Sus lágrimas se mezclarían con la sangre de su rostro herido por una corona de espinas que recibió por amor a nosotros. Ese Niño que hoy estaba en pañales, moriría sin merecerlo por llevar nuestro pecado. Y, finalmente, se levantaría con poder del sepulcro venciendo el poder de la muerte y del pecado para revestirnos con su victoria. Todo esto lo haría para darnos la salvación. Todo esto lo haría para salvarte. No obstante, sólo aquel que tiene un corazón humilde puede encontrar al Dios que vino en humildad. Sólo el que reconoce su condición espiritual puede descubrir en ese Niño en pañales a su Salvador. Puede ver cumplida en él, la promesa de Dios. Puede recibir en él, el perdón que necesita; la restauración que anhela, la sanidad interior que está buscando; la salvación y la vida eterna. Por eso, sólo el que está dispuesto a renunciar a sí mismo es quien puede cederle el trono de su corazón.

 

Un niño en pañales nos transmite ternura, amor y paz. Nos trae alegría y esperanza. En su fragilidad nos muestra inocencia, pureza, libertad. Pero este Niño en pañales que Dios pone ante nosotros, acostado en un pesebre, además de todo esto viene a darnos salvación. Viene a llevarnos a la vida eterna. No necesita palabras para comunicarnos este mensaje. La imagen de ese Niño en pañales, que es nuestro Señor tomando un cuerpo mortal como el nuestro, habla por sí misma. Cuando nació no había quienes estuviesen preparados para hospedarlo. Sin embargo, hoy podemos disponer nuestro corazón para que allí él encuentre un lugar donde ser recibido. Y por creer en él, podremos obtener la bendición de una vida nueva y eterna. Ante este Niño en pañales, ¿qué vas a hacer? ¿Vas a recibirlo en tu corazón?

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Mensaje dominical - LA ASCENSIÓN
Hechos 1:9-14
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Mensaje dominical – LA ASCENSIÓN
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“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” 🤗❤️🤗
Mateo 28: 19-20
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1 Samuel 10:6NVI
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