La supremacía del Hijo -Mensaje dominical 23-1-22

enero 31st, 2022 Posted by Mensaje Dominical 0 thoughts on “La supremacía del Hijo -Mensaje dominical 23-1-22”

La supremacía del Hijo

Lucas 20:41-47                                                                                                          V.C. 20:41

 

“Entonces él les dijo: ¿Cómo dicen que el Cristo es hijo de David?”

 

Conforme a lo que hemos visto en las últimas lecturas de Lucas, había llegado el tiempo en el que Jesús se manifestara públicamente como el Hijo de Dios. En su última semana antes de ser llevado a la cruz, Jesús se dio a conocer como el Cristo prometido de diversas maneras para conducir a las almas a su salvación. No obstante, desde su llegada a Jerusalén, el ambiente iba poniéndose cada vez más tenso. Las asechanzas de los líderes religiosos contra él se multiplicaban. Aun así, los intentos fallidos por hacer caer al Señor en maliciosas trampas por medio de preguntas capciosas parecían haber llegado a su fin. Ya habían pasado todos los referentes de los mayores grupos religiosos con sus cuestiones malintencionadas. Y todos habían sido derrotados por Jesús. De todos modos, los planes de exterminar al Señor no habían concluido. Ahora comenzaría la cacería final.

 

Sin embargo, antes de que esto pasase, Jesús confrontó a los intelectuales religiosos y los condujo a examinar sus corazones. Ellos necesitaban reconocer que sus vidas eran vacías y estaban inmersas en una gran farsa. Habían vivido en la superficialidad de una religión asentada en sus conceptos humanos. Pero no conocían a Dios porque no mantenían una relación personal con Él. El resultado se hacía evidente en sus vidas vanagloriosas e hipócritas.

 

Jesús anhela fervientemente que lleguemos a conocerlo. Pero no a través de una cuidadosa metodología de estudio teórico sino a través de experimentar un profundo encuentro con él. Porque sólo así podremos hallar su salvación y sólo así podremos alcanzar el privilegio de vivir bajo su señorío. Jesús anhela que nos adentremos en una comunión permanente con él. Por eso, hoy nos llama a examinar nuestro corazón. Nos llama a descubrir la supremacía del Hijo. Jesús ha venido a nosotros para ser nuestro Salvador pero también para ser nuestro Señor. Reconozcamos, entonces, su autoridad y consagrémosle todo nuestro ser no de apariencias ni sólo de palabras sino de hecho y en verdad.

 

 

  1. El Señor de David (41-44)

Como vimos la semana pasada, los últimos en presentar un cuestionamiento complejo ante Jesús para desacreditarlo en público fueron los saduceos. Ellos no creían en la resurrección y trataron de ridiculizar esta creencia. Para esto, presentaron ante el Señor un caso exagerado. Pero los saduceos no sólo pretendían desprestigiar a Jesús. Asimismo, querían derrotar a los fariseos y escribas que eran sus rivales y que también creían en la resurrección. Al oír el planteo de los saduceos, el Señor les dio una enseñanza irrebatible. Les recordó que Dios se había reconocido como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob cuando ellos ya hacía tiempo habían muerto. Ante esta verdad, Jesús justificó la legitimidad de la resurrección explicando: “Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven” (Lc 20:38).

 

La contundente respuesta de Jesús había dejado a todos perplejos. Tal es así que hasta los escribas lo felicitaron y aplaudieron sus conclusiones. Como describe Lucas, “Respondiéndole algunos de los escribas, dijeron: Maestro, bien has dicho” (Lc 20:39). Ellos habían entendido que los saduceos pretendían descalificarlos tanto como a Jesús por su fe en la resurrección. Seguramente, tomaron nota de las palabras del Señor para confrontar a sus adversarios religiosos en futuras discusiones. Pero los escribas, se dejaban dominar por su entusiasmo por la teoría teológica suficiente y sólidamente justificada. No obstante, por su amor a la lógica religiosa, pasaban por alto lo más importante. Se creían siervos ejemplares de Dios por sus conocimientos bien fundamentados. Pero confundían los propósitos de Dios. No veían que Él quería mantener una relación personal con ellos, a través de su Espíritu Santo, que excediera la razón humana. Sin embargo, los estudiosos religiosos se contentaban con reunir postulados filosóficos resueltos y saciar su sed de conocimiento intelectual. A causa de esto, no llegaban a entender lo que el Padre celestial espera de quienes se acercan a Él.

 

Por eso, Jesús les hizo una pregunta que rompía todos sus esquemas y toda su lógica. Una pregunta que no tenía resolución en base a los conceptos que ellos manejaban. Les preguntó: “¿Cómo dicen que el Cristo es hijo de David? Pues el mismo David dice en el libro de los Salmos: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. David, pues, le llama Señor; ¿cómo entonces es su hijo?” (Lc 20:41b-44). De acuerdo a las profecías, el Hijo de Dios nacería en este mundo como un descendiente del rey David. Dios le había prometido a este rey: “…yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo” (2 S 7:12b-14a). Sobre esta promesa se apoyaba la esperanza de los hebreos en aquel Hijo de David. Conforme a su linaje, los maestros enseñaban que el Mesías sería un Rey poderoso que traería gran liberación y gloria para su pueblo. Señalaban a un Salvador político; de algún modo, inferior a David por ser su descendiente. Por lo tanto, ellos observaban sólo el carácter humano de ese Cristo que esperaban.

 

Sin embargo, el mismo David tenía un concepto diferente acerca de Aquel que sería su descendiente. Él proclamó en uno de sus salmos: “El Señor le dijo a mi Señor: ‘Siéntate en el lugar de honor a mi derecha, hasta que humille a tus enemigos y los ponga por debajo de tus pies’” (Sal 110:1; NTV). David no veía en el Mesías prometido únicamente su humanidad sino, por sobre todo, su carácter divino. Por eso, él lo llamó “Señor”. David reconocía la supremacía del Hijo de Dios. Reconocía su Señorío. Esto era algo que no estaba dentro de las concepciones que enseñaban los escribas de la época de Jesús. Dado que ellos no podían concebir lo que no se explicara desde la razón o el intelecto, no podían comprender la divinidad del Hijo de David.

 

Y entonces, ¿quién era, en realidad, el Hijo de David? No era otro que Jesús, el que hablaba con aquellos religiosos duros de corazón. Siendo Dios mismo, él había venido a este mundo como un hombre, naciendo de María, una mujer virgen desposada con José, descendiente de la casa de David. De este modo, en Jesús se alzaba tanto la humanidad de un hombre frágil y mortal como la divinidad del Dios todopoderoso y eterno. Él era quien ocuparía un lugar único y sublime a la diestra de Dios en los cielos. Él era ante quien Dios haría rendir a todos sus adversarios bajo sus pies proclamándolo como Señor de todo. Tal como sucedió con los líderes religiosos en sus derrotas al tratar de tentarlo. Ya que todos los opositores del Señor habían sido humillados en las continuas trampas que habían procurado tenderle. Pero aun así, había enemigos más terribles a los que enfrentaría y lograría vencer: el pecado, la muerte y el diablo. Jesús es el Hijo de David prometido. El Dios encarnado; investido en humanidad y divinidad para traernos salvación y vida eterna. Él es, asimismo, el Señor de todo. Y entonces, ¿qué implica que Jesús sea el Señor?

 

Primero, que Jesús sea Señor implica que él tiene autoridad. Su autoridad no fue impuesta por la fuerza sino que la obtuvo por su entrega completa y su sacrificio invaluable. Como afirmó Pablo, “Cristo Jesús… siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres… haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla… y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil 2:5-11). Con su entrega, Jesús fue declarado Señor, es decir, Dueño absoluto, Propietario indisoluble de todo lo creado. Por su sacrificio, adquirió el derecho de ser reconocido y abrazado como Señor. Jesús recibió toda autoridad al habernos redimido con su sangre. Así que, Jesús tiene la autoridad y lo reconocemos como nuestro Señor por habernos comprado a precio de su propia vida.

 

Segundo, que Jesús sea Señor implica que él merece toda obediencia. Quien ha reconocido verdaderamente a Jesús como su Salvador, indefectiblemente, le sirve con toda fidelidad. Si no es así, no ha recibido aún su salvación. Porque todo aquel que cree en Jesús como Salvador también lo confiesa como su Señor. Es decir, como su Dueño. Por lo tanto, le obedece. Que Jesús sea Señor significa que él merece recibir toda nuestra obediencia. Y la obediencia es el resultado de nuestro amor hacia él. Por eso, Jesús proclamó: “El que me ama, obedecerá mi palabra, y mi Padre lo amará, y haremos nuestra morada en él” (Jn 14:23b; NVI). Así que, quienes aman a Jesús, le obedecen. Siguen su ejemplo, porque como nos dice la palabra de Hebreos, “…aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen” (He 5:8,9). Jesús es nuestro Señor y vivimos para servirle. Tal como él fue obediente, también nosotros le obedecemos, reconociéndolo como nuestro Señor.

 

Tercero, que Jesús sea Señor implica que él merece toda adoración. Jesús exclamó: “…el Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, no honra al Padre que le envió” (Jn 5:22,23). En la mano de Jesús, Dios colocó la potestad de juzgar a la humanidad. Él es el Juez. Él está sentado por sobre todo hombre. Y, asimismo, desde su lugar más alto, merece recibir toda honra, toda alabanza y toda adoración. Que Jesús sea nuestro Señor implica que debemos adorarle. Debemos entregarle nuestra vida en absoluta consagración y devoción, sin dudas ni condicionamientos. Porque él es Dios mismo. Así que, por ser nuestro Señor, Jesús merece recibir toda nuestra adoración y a él queremos exaltarle todos los días de nuestra vida.

 

David reconocía al Mesías prometido como su Señor. Y se alegraba por tenerlo por Dueño. David sabía que pertenecía a Aquel de quien vendría su salvación. Por eso, lo confesaba como su Señor y él mismo se identificaba como su siervo. David consagró su amor y su obediencia ante su Señor. Le entonó alabanzas y lo consideró digno de toda adoración por ser el glorioso Rey y Juez sentado a la diestra de Dios. No centró sus conceptos en torno a la humanidad de ese Cristo que vendría de su linaje. Puso sus ojos en la divinidad del Hijo de la promesa. De este modo, él reconoció la supremacía del Hijo. Pero, ¿cómo es que David reconoció tanto de Jesús aun viviendo mil años antes de su venida? Porque, a diferencia de los teóricos escribas que veían a Jesús a diario pero no creían en él, David mantenía una comunión sincera con Dios. Y, tal como Dios mismo reconoció, David tenía un corazón conforme al suyo.

 

Jesús vino a este mundo para ser nuestro Señor. Para darnos salvación por comprarnos con su sangre a través de su sacrificio. Para ser nuestro Rey con quien tenemos una deuda de amor y de obediencia. Para ser el Juez eterno a quien le debemos adoración y consagración sin reservas. Por eso, todo aquel que verdaderamente ha descubierto a Jesús como su Salvador, lo sirve como su Señor. De otro modo, quienes no aceptan su señorío, no han alcanzado aún la salvación. Por sobre todo, al igual que David, aquel que ha recibido la salvación de Jesús, anhela una comunión permanente con su Señor y así llega a conocerlo cada día más.

 

Por lo tanto, no seamos como los antiguos religiosos teóricos que se encerraban únicamente en la humanidad del Mesías esperando su ayuda y su bendición terrenal. Reconozcamos la divinidad y la supremacía del Hijo que merece nuestra entrega completa, nuestra reverencia y nuestra plena devoción. Tal como David, vengamos a un encuentro con nuestro Señor cada día para compartir una intimidad con Él y experimentar el gozo de su presencia. Sólo así podremos tener un corazón conforme a nuestro Dios como lo tenía David. Porque el corazón de Dios no se alcanza por estudios intelectuales por más profundos que estos sean. El corazón de Dios se alcanza por venir a su encuentro con humildad y sincera devoción a cada instante.

 

 

  1. Guardaos (45-47)

Claramente, Jesús procuraba romper con las vidas formalistas de los líderes religiosos. Quería incomodarlos y desafiarlos. Pero además, procuraba que sus seguidores no siguiesen sus ejemplos equivocados para que alcanzasen un conocimiento real de Dios y lograsen ser salvos. Sin embargo, nadie puede llegar a conocer a Dios y recibir su salvación sin aceptar la supremacía del Hijo. De otro modo, quien vive en meros conceptos religiosos, como sucedía con los escribas, termina por llevar una vida vanagloriosa e hipócrita. Una vida orgullosa por la falsa creencia de superioridad por vanos conocimientos intelectuales sobre religión. Una vida hipócrita por enmascarar y cubrir los defectos propios para sentirse intachable. Sin reconocer que toda superioridad y perfección pertenecen únicamente al Hijo.

 

Por eso, conociendo la vida de los líderes religiosos, Jesús les dio una advertencia a sus discípulos. Les dijo: “Guardaos de los escribas, que gustan de andar con ropas largas, y aman las salutaciones en las plazas, y las primeras sillas en las sinagogas, y los primeros asientos en las cenas; que devoran las casas de las viudas, y por pretexto hacen largas oraciones; éstos recibirán mayor condenación” (Lc 20:46,47). Entre los eruditos de la época, no había mayores conocedores de la Biblia que los escribas. Ellos eran los transcriptores, doctores e intérpretes de la Ley. Eran los de mayor conocimiento. Pero a los ojos de Jesús, eran los que recibirían la mayor condenación. ¿Por qué? Porque conocían la letra de las Escrituras ampliamente pero no podían oír la voz de Dios que les hablaba a través de ellas. Como consecuencia, sus cabezas eran enormes pero sus corazones muy pequeños. Así, en las palabras de Jesús podemos encontrar dos problemas fundamentales que el Señor les manifestó:

 

Primero: los escribas eran vanagloriosos. Ellos compensaban su falta de espiritualidad real adornándose con apariencias. De esta forma, se dedicaban a alimentar su vanagloria. Cuidaban su aspecto exterior con la elegancia de ropas sofisticadas y distinguidas para sentirse importantes. Les encantaba ser reconocidos por la gente públicamente y sentirse dignos de respeto. Ocupaban los asientos más prominentes de la sinagoga para fingir piedad. Ansiaban tomar los lugares de mayor privilegio en las reuniones sociales para acaparar la atención. Los escribas medían su valor conforme a las apariencias externas. Pero su vanagloria no les aportaba nada delante de Dios. Sólo los conducía a su desaprobación. Porque, como dice la palabra: “La gente juzga por las apariencias, pero el Señor mira el corazón” (1 S 16:7; NTV). Y “Dios se opone a los orgullosos pero da gracia a los humildes” (Stg 4:6; NTV). Así que, Jesús les hizo ver a sus seguidores que debían cuidarse de la vanagloria que perseguían los escribas.

 

Segundo: los escribas eran hipócritas. Ellos escondían sus pecados detrás de excusas religiosas. Estafaban a las viudas quedándose con sus propiedades. Pero se esforzaban por dar la impresión de ser hombres piadosos y honestos. Compensaban su voracidad haciendo largas oraciones a la vista de otros. De este modo, espiritualizaban su vida pecadora. Cubrían con mantos de engañosa piedad su corrupción y sus ambiciones desenfrenadas. Escondían su maldad detrás de su religiosidad fingida. Pero desamparaban a los más débiles para enriquecerse y pretendían subsanar su maldad con actos religiosos. Además, actuaban con tanta sutileza que nadie se percataba de sus maniobras. No obstante, no consideraban que Dios lo ve todo y, algún día, deberían rendir cuentas ante Él. Porque, como dice la palabra: “Él conoce los secretos del corazón” (Sal 44:21b). Jesús les advirtió a los suyos que no cayesen en la vida hipócrita de los escribas.

 

De esta forma, ante aquellos líderes religiosos vanagloriosos e hipócritas, Jesús exhortó a sus discípulos, diciéndoles: “Guardaos de los escribas…” (Lc 20:46a). Los seguidores de Jesús tenían que tener especial cuidado y estar despiertos para no volverse como ellos, ya que “…éstos recibirán mayor condenación” (Lc 20:47b). Quienes seguimos al Señor debemos poner atención y cuidarnos para no caer en la vanagloria o la hipocresía como aquellos líderes religiosos. Si no nos mantenemos en la lucha espiritual persistente, en comunión con nuestro Señor, podemos terminar por concentrarnos en alimentar las apariencias y hacer a un lado nuestra necesidad de cultivar nuestra espiritualidad real. Podemos terminar por dedicarnos a adornar lo exterior, conformarnos con los títulos o cargos religiosos, dormirnos en los laureles creyéndonos ser algo por lo que hubiéramos hecho alguna vez en el pasado, exigir de los otros reconocimientos y honores, vivir ante los ojos de la gente y no ante los ojos de Dios.

 

De igual manera, si dejamos de luchar para agradar a Dios, nuestro corazón se endurecerá y terminaremos por creernos perfectos como los escribas que se resistían a arrepentirse. Y, en lugar de reconocer nuestras faltas, terminaremos por espiritualizar nuestra vida de pecado, justificando y maquillando nuestras malas actitudes para hacerlas ver como justas o piadosas. O trataremos de compensar lo malo con actividades religiosas como hacían los escribas. Por más que aprendamos vocabularios que nos hagan ver como sabios y espirituales, por más que nos vistamos de ropa que nos dé cierta distinción, por más que siempre logremos justificar nuestros errores, por más que realicemos muchas actividades religiosas, si llevamos una vida como los escribas, seremos desaprobados por Dios. Por eso, Jesús nos dice: “Guardaos…”; “Tengan cuidado, presten atención, no caigan en la vanagloria y la hipocresía”.

 

Tenemos que tener cuidado en no volvernos ovejas viejas de carne y corazón duros como sucede con aquellos que han participado en la iglesia por varios años y han dejado de luchar espiritualmente y venir a los pies de Jesús. Porque toda vanagloria e hipocresía proviene de no mantener una comunión sincera con nuestro Salvador. Es consecuencia de no considerar la supremacía del Hijo y no reconocerlo auténticamente como nuestro Señor. Porque quien vive ante la mirada de las personas para obtener sus reconocimientos y aplausos y quien pretende esconder sus faltas con mantos de piedad ficticia, no busca servir a Jesús como Señor sino servirse a sí mismo. Por eso, es vital para nosotros perseverar en la comunión con nuestro Señor Jesús. Por eso, Pablo nos aconseja: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro 12:1,2).

 

Los escribas se creían grandes conocedores pero no distinguían la voluntad de Dios porque no se acercaban a Él para oír su voz. Su falta de espiritualidad los condujo a llevar vidas rodeadas de falsas apariencias. No veían su necesidad de mantenerse en comunión con Dios y su necesidad de luchar para agradar a su Señor. Vivían ignorando la supremacía del Hijo. Jesús nos advierte que no debemos vivir como ellos. Así que, con el deseo ardiente de presentarnos en rendición completa y en pie de batalla contra el pecado de este mundo, vengamos al encuentro con nuestro Señor en oración por medio de su Espíritu Santo cada día. Para tener una comunión profunda con nuestro Dios y para conocerlo más y más. De este modo, al igual que David, seamos reconocidos por nuestro Dios como siervos que cuentan con un corazón como el suyo.

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Mensaje dominical - LA ASCENSIÓN
Hechos 1:9-14
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Mensaje dominical – LA ASCENSIÓN
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“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” 🤗❤️🤗
Mateo 28: 19-20
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Mensaje dominical - "HASTA LO ÚLTIMO DE LA TIERRA"
Hechos 1:1-8
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“Entonces el Espíritu del Señor vendrá sobre ti con poder, y tú profetizarás con ellos y serás una nueva persona” 👧👶🧒👦👩🧑👨👩‍🦱🧑‍🦱👨‍🦱👩‍🦰🧑‍🦰👨‍🦰👱‍♀️👵🧔‍♂️👨‍🦳👩‍🦲👴
1 Samuel 10:6NVI
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