El mayor -mensaje dominical 13-3-2022

julio 1st, 2022 Posted by Mensaje Dominical 0 thoughts on “El mayor -mensaje dominical 13-3-2022”

El mayor

Lucas 22:24-38                                                                                                        V.C. 22:27

 

“Porque, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve”

Las miserias más grandes de los hombres se hacen claramente visibles cuando entre ellos pelean por ocupar el primer lugar. Es lamentable y vergonzoso observar cómo, muchas veces, se desatan aguerridos combates entre quienes se disputan una posición elevada con el fin de alcanzar un reconocimiento terrenal. La lucha de poderes se da en todos los ámbitos humanos y provoca divisiones y heridas muy profundas. Entre países o regiones, en el trabajo, en nuestro lugar de estudios, en el hogar, en la iglesia. Y aún así, por más que reconocemos y experimentamos el dolor de este espíritu de competencia, es un mal que nunca se detiene. Es más, que siempre se repite. Porque casi nadie quiere ser relegado a un segundo plano. Porque casi nadie quiere ceder o dar el brazo a torcer. Porque todo ser humano tiene arraigado un profundo amor propio, que es producto de su intenso orgullo.

 

Incluso entre los discípulos, donde podríamos pensar que reinaría una dulce armonía porque vivían junto al Señor, también existía una silenciosa competencia. Es que cada uno de ellos pretendía obtener el primer lugar. Cada uno de ellos esperaba ser el primero, ocupar el rango más alto entre todos, ser considerado el mayor. Pero, como consecuencia, esto sólo producía discordias y enfrentamientos. De este modo, por causa de su obstinado orgullo y de su inmadurez, se dirigían hacia una caída inevitable. En realidad, el deseo de crecer y ser grandes no es algo malo a los ojos de Dios. El problema está en el concepto que manejemos en cuanto a la grandeza. Nadie ha alcanzado a ser tan grande como nuestro Señor Jesús. Aun así, él no tenía riquezas ni cargos terrenales. No había dejado a nadie en el camino para lograr ser el mayor. No reñía ni competía con los otros para obtener el primer lugar. Por el contrario, la grandeza del Señor se apoyaba en su humildad, en su servicio y en su amor.

 

En la palabra de hoy, encontramos el anhelo de nuestro Señor Jesús por que seamos grandes. Pero para esto, sólo hay un camino posible: seguir su ejemplo y no los ejemplos del mundo. Aprendamos, entonces, de la vida de nuestro Salvador. Ansiemos ser grandes pero no en los criterios de esta tierra sino conforme a la mirada de nuestro Dios. Seamos grandes como nuestro Señor Jesús. Grandes en nuestra entrega a Dios. Grandes en el amor a nuestros hermanos. Grandes en la humildad. Grandes en nuestro servicio a los otros. Y entonces, obtendremos el mayor reconocimiento. Del Señor recibiremos una recompensa eterna y celestial.

 

 

  1. El que es de veras grande (24-30)

Sentado a la mesa junto a sus discípulos, en la que sería su última cena, Jesús los había dejado a todos impactados al anunciarles su muerte. Pero además, les había declarado que uno de ellos lo traicionaría. Esto provocó consternación entre sus seguidores que derivó en una discusión tras otra. Primero, empezaron a discutir quién sería capaz de entregar a su Señor de forma tan descarada. Lucas nos dice que “…ellos comenzaron a discutir entre sí, quién de ellos sería el que había de hacer esto” (Lc 22:23). Pero inmediatamente después, la lucha por no ser considerado el peor de todos, decantó en una nueva discordia. Porque, como nos dice el relato: “Hubo también entre ellos una disputa sobre quién de ellos sería el mayor” (Lc 22:24). Parece ser que, para defender su integridad y lealtad a su Maestro, los discípulos pasaron de un extremo al otro. Ninguno quería ocupar el último lugar como traidor. Así que, cada uno de ellos quiso justificar su fidelidad al Señor por auto-proclamarse como el mayor. Sin embargo, no podía haber once mayores. Sólo uno podía alcanzar esa posición. Por eso, discutían. Discutían, olvidando que Jesús acababa de revelarles que se encaminaba hacia su martirio. Un sacrificio que cambiaría la historia de la humanidad.

 

Esta no era la primera vez que los discípulos tenían este tipo de altercado. Anteriormente, para corregir sus pensamientos errados, Jesús había puesto a un niño en medio de ellos y les había dicho: “Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande” (Lc 9:48). Pero, si bien el Señor les había hecho ver que la grandeza consistía en volverse el más pequeño de todos, los discípulos no habían abandonado su persistente ambición por ocupar el primer lugar.

 

Al ver esta reiteración en una nueva muestra de inmadurez, Jesús les dijo: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores” (Lc 22:25). Los gobernantes del mundo toman el control adueñándose de las naciones que presiden. Imponen sus mandatos acentuando su autoridad. Pretenden recibir la obediencia incuestionable y el servicio irrestricto de aquellos a quienes gobiernan. A veces con tiranía o autoritarismo. Otras veces con motivos egoístas o por mero amor al poder. Aun así, pretenden ser reconocidos por su gente como grandes benefactores. Líderes destacados. Dirigentes dignos de admiración y de afecto. Esto podemos observarlo a lo largo de la historia de la humanidad y, particularmente, por estos días, ha quedado claramente ejemplificado en los hechos que vienen agitando al mundo.

 

En una invasión gestada por varios años de tensión, la nación rusa invadió a la de Ucrania con un gran despliegue militar hace ya varios días. Por su parte, las otras naciones del mundo, respondieron con un inmediato bloqueo económico y con apoyo armamentístico para incrementar la resistencia ucraniana. Los mandatarios aseguran que hacen esto para poner fin a la guerra y hacer desistir a Rusia de su plan expansionista. Pero, en realidad, lo que todos los líderes del mundo están haciendo, tanto los que se oponen a esta invasión como los que la apoyan desde las sombras, es extender su poderío. Mientras tanto, miles de almas mueren ante la mirada indiferente de quienes pretenden ser considerados los héroes en esta feroz matanza.

 

Así es la realidad de este mundo. Siempre debe haber varios que sean sometidos para que otro logre alzarse con el poder y para que sea venerado como el mayor. El de más autoridad. El más reconocido. El más servido y obedecido. No obstante, ¿qué nos dice Jesús? Él nos enseña: “mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve” (Lc 22:26). Para el Señor, la auténtica grandeza no es la que sigue los criterios terrenales. Por eso, es así que, aquel que cree merecer respeto por ser el de mayor edad, debe humillarse como si fuese el más joven, si es que quiere ser grande a la vista de Dios antes que a la vista de los hombres. Aquel que cree merecer obediencia por tener un cargo más elevado, debe servir a los otros antes que pretender ser servido, si es que quiere ser grande ante los ojos de Dios antes que a los ojos de la gente.

 

Según el juicio terrenal, ¿quién es el mayor? Tal vez, el que ostenta un cargo más alto. O el que gana más dinero. El que nunca se da vencido. El que impone por la fuerza. O el más carismático. El más atractivo. El más inteligente. O el que estudia más o sabe más que los otros. O, el que habla más. Pero la vista de Jesús es completamente distinta. Mayor no es el que pretende serlo ante las personas. No es el que lucha por alcanzar autoridad, honor o respeto. Mayor es el que se humilla. Mayor es el que sirve a los demás poniéndolos por delante de sí mismo. Mayor es el que ama. Mayor es el que mantiene su mirada en el Señor.

 

Así también vivió Jesús. Él expresó: “Porque, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve” (Lc 22:27). Jesús es nuestro ejemplo de grandeza. Él abandonó toda su gloria celestial para venir a habitar entre nosotros en muestra de absoluta humildad. Teniendo todo derecho a ser reconocido, admirado, adorado y servido, se humilló hasta lo máximo. Debiendo haberse sentado a la mesa para recibir el servicio de los otros, se dispuso a servir a los demás con toda su vida. Incluso en aquella cena de Pascua, el Señor se había inclinado ante sus discípulos para lavar los pies de ellos uno por uno. Y, además, en pocas horas entregaría su vida por amor a todos nosotros. Como él destacó: “Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mr 10:45).

 

Por eso, ¿quién puede llegar a ser auténticamente grande? El que sigue el ejemplo de Jesús. En humildad. En servicio. En amor. El que busca la aprobación de Dios antes que codiciar los honores del mundo. Jesús nos dice: “Yo les he dado el ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo” (Jn 13:15; TLA). Por tal motivo, la verdadera grandeza que debe brotar desde dentro del cuerpo de Cristo no debe basarse en los parámetros del mundo sino que debe ser conforme a los criterios celestiales en el ejemplo del Señor Jesús.

 

Así que, el mayor no es el que se esfuerza por ser reconocido como tal para gloriarse con los aplausos mundanos. Por el contrario, es el que espera el reconocimiento y la recompensa del Señor. El mayor no es el que detracta a los otros en secreto para descalificarlos como pasa en el mundo. El mayor es el que ama más allá de cualquier circunstancia y cubre la debilidad de los demás. Y si hace algo en lo secreto, es servir a los otros sin esperar nada a cambio. El mayor no es el que busca destacarse por sobre todos con palabras adornadas. Ni es el que pelea tratando de derrotar o convencer a los otros. El mayor es el que, en silencio, ora esperando la intervención de Dios.

 

Para aquel que vive de esta forma, en amor, en humildad, en servicio, en sumisión al Señor, perseverando en seguir el ejemplo de Jesús más allá de todo obstáculo o adversidad, Dios le prepara un distinguido lugar en su reino de gloria. El Señor les prometió a sus discípulos: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (Lc 22:29,30). Por lo tanto, hay una grandeza terrenal que da frutos temporales. Pero también hay una grandeza celestial que nos promete frutos eternos. ¿Cuál de estas dos grandezas perseguimos? ¿Cuál es la que ansiamos alcanzar?

 

Como sucedió con los discípulos, la búsqueda de grandeza terrenal genera discordias. Pero si todos procuramos ser grandes ante Dios, reinará el amor y la armonía. ¿Queremos ser grandes? Debemos ser grandes, para la gloria de Dios. Jesús quería que sus discípulos fuesen grandes. Auténticamente grandes. De igual manera, él quiere que nosotros también lo seamos. Pero para esto, necesitamos primero morir a nosotros mismos. Morir a nuestro orgullo. Morir a nuestras ambiciones terrenales. No por imitación o apariencia forzada. Sino por amor. Un amor que sólo pueden tener aquellos que han experimentado el amor de su Señor de quien han recibido ese servicio que los condujo a la vida eterna. Así que, seamos grandes. Grandes pero no a la manera del mundo. Grandes conforme al ejemplo de nuestro Señor Jesús, quien con su entrega absoluta de amor, humildad y servicio se manifestó como el Mayor.

 

 

  1. Que tu fe no falte (31-38)

Entre los discípulos, si había uno que no dudaba en considerarse el mayor de todos, era Pedro. Él no vacilaba en tratar de resaltar por sobre el resto de los discípulos en todo momento. Era un hombre de completa auto-confianza. Sin embargo, Jesús lo sorprendió con anuncios impactantes y advertencias. Primeramente, le dijo: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lc 22:31b).

 

Muy pronto, los discípulos deberían hacer frente a circunstancias muy duras. Persecuciones y maltratos. Desprecios y traiciones. Así que, Jesús quiso preparar tanto a Pedro como al resto de los discípulos ante lo que iban a padecer. Porque su idea de ser grandes era sólo una ilusión. Y esto se evidenciaría en medio de los tiempos de crisis. Por eso, el Señor quiso revelarles cuál es la consecuencia a la que se expone aquel que se cree mayor a los demás conforme a los parámetros del mundo. La consecuencia inmediata es la caída. La derrota a manos del diablo. Esto era a lo que se encaminaba Pedro. Por desconocerse a sí mismo. Por sentirse superior a los demás. Por creerse con la razón por sobre lo que cualquiera pudiera decirle. Quienes viven de esta forma, creyéndose invulnerables, intocables, cuasi-perfectos e irrefutables en su opinión, son el blanco ineludible del diablo. Salomón nos dice: “Después del orgullo viene la caída; tras la arrogancia, el fracaso” (Pr 16:18; PDT).

 

Pedro iba camino a una caída en picada por depositar su seguridad y su confianza en sí mismo. Por más que había reconocido a Jesús como el Hijo de Dios, aún no había logrado desprenderse de su terrible amor hacia sí mismo. El Señor sabía esto. Por eso, también sabía que su amado discípulo atravesaría por un duro momento. Caería ante la prueba y experimentaría un tiempo de dolor y disciplina. Pero esto no sería para destruirlo sino para fortalecerlo a fin de que fuese establecido como un verdadero líder espiritual. Por eso, Jesús le anticipó su caída junto a un mensaje de esperanza. Le dijo: “pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lc 22:32). El Señor no cesaba de orar por Pedro. Oraba para que su fe no le falte. Para que venciera con su fe las tinieblas que lo cubrirían. Y, finalmente, siendo restaurado, podría caminar en humildad delante de sus hermanos como antes había pretendido.

 

Los tiempos de prueba pueden sorprendernos a cualquiera de nosotros. Tiempos de soledad. Tiempos de angustia. Tiempos de confusión y oscuridad. Pero, en medio de la dificultad, debemos saber que el Señor ruega por nosotros para que nuestra fe no falte. Que nuestra fe no falte. Que nuestra fe en él no falte. Porque entonces, y sólo entonces, podremos salir vencedores de la situación que sea. Juan nos dice: “Porque todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Jn 5:4,5).

 

¿Estás pasando por agitaciones y conflictos que te desgastan y afligen? Que tu fe no te falte. Pablo nos dice: “Las tentaciones que enfrentan en su vida no son distintas de las que otros atraviesan. Y Dios es fiel; no permitirá que la tentación sea mayor de lo que puedan soportar. Cuando sean tentados, él les mostrará una salida, para que puedan resistir” (1 Co 10:13; NTV). Así que, si todo anda mal, si las cosas no salen como esperabas, que tu fe no te falte. Si estás atravesando por una dura disciplina, que tu fe no te falte. Como nos dice Salomón: “Porque el Señor disciplina a los que ama, como corrige un padre a su hijo querido” (Pr 3:12; NTV). Por lo tanto, por más doloroso que sea el camino y otros procuren dañarte por tu convicción en el Señor, que tu fe no te falte. Como nos asegura Pablo: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Co 4:17). Que tu fe no te falte. Que tu fe en el Señor Jesús no te falte. Porque es esta fe la que vence al mundo y no la auto-confianza como la que tenía Pedro. No estamos solos en el camino. El Señor Jesús intercede por nosotros a cada instante para que nuestra fe no falte.

 

A pesar de que el Señor había querido dejarle un mensaje de ánimo ante las dificultades que experimentaría, Pedro tomó sus palabras como un cuestionamiento de su Maestro hacia su lealtad. Se rehusaba a reconocer que era un hombre débil. Por el contrario, se creía el mayor de todos. El más preparado. El más fuerte. El sabelotodo. Por eso, inflando el pecho, él le dijo: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lc 22:33). No obstante, a pesar de esta loable confesión, conociendo el corazón de Simón y lo que sucedería finalmente, con un amor descomunal, el Señor le replicó: “Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces” (Lc 22:34).

 

Podemos imaginar cuánto habrá herido Jesús el orgullo de Pedro que, aun así, se negaba a aceptar lo que su Maestro le decía. Porque no conocía su propia limitación. Y no conocía los sucesos apremiantes que estaban por venir. Pedro y todos los discípulos habían vivido en suficiente calma estando al lado de Jesús. Pero esto, muy pronto llegaría a su fin. Se aproximaban tiempos de infundada enemistad y crueldad contra ellos. Por eso, Jesús les hizo ver que necesitaban equiparse con todo lo que pudiesen no para sobrevivir sino para llevar a cabo la misión de compartir su evangelio.

 

En un mundo en el que la ambición de los hombres no tiene límite y cada uno busca ser el mayor, también nosotros necesitamos equiparnos de todo lo necesario a fin de extender el mensaje de salvación a las almas. Necesitamos ser conscientes de que los tiempos más hostiles están por venir para los hijos de Dios. Este es el proceso inevitable antes del fin. Por eso, debemos prepararnos espiritualmente, entrenándonos en el amor, la humildad y el servicio como nuestro Señor Jesús. Equiparnos con la palabra de Dios que escaseará en los últimos tiempos y ejercitarnos en la oración en el Espíritu. Para que el orgullo y la auto-confianza no nos lleven a la caída.

 

Así que, avancemos, con la mirada puesta en nuestro Padre celestial, esperando su recompensa así como también su fortaleza en tiempos de dificultad. Que la fe no nos falte en la adversidad tal como es el deseo de nuestro Señor. A fin de que salgamos vencedores y crezcamos para la gloria de Dios. Seamos grandes. Pero no a la manera del mundo. Procuremos ser grandes ante el Señor por servir con amor y humildad a los otros. Para esto, sigamos el ejemplo de Jesús, nuestro Salvador, y seamos considerados grandes a la vista de nuestro Padre celestial.

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Mensaje dominical - LA ASCENSIÓN
Hechos 1:9-14
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Mensaje dominical – LA ASCENSIÓN
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“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” 🤗❤️🤗
Mateo 28: 19-20
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Mensaje dominical - "HASTA LO ÚLTIMO DE LA TIERRA"
Hechos 1:1-8
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“Entonces el Espíritu del Señor vendrá sobre ti con poder, y tú profetizarás con ellos y serás una nueva persona” 👧👶🧒👦👩🧑👨👩‍🦱🧑‍🦱👨‍🦱👩‍🦰🧑‍🦰👨‍🦰👱‍♀️👵🧔‍♂️👨‍🦳👩‍🦲👴
1 Samuel 10:6NVI
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