El nuevo Pacto
Lucas 22:1-23 V.C. 22:20
“De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama”.
Antes del brindis de Navidad del año pasado que, como otras familias en nuestro país solemos hacerlo a las doce de la noche, Ruth me hizo una pregunta inesperada. Me dijo: “¿Por qué tenemos que esperar hasta las doce para brindar?” Claro, viniendo de otro lugar del mundo donde no suele guardarse esta costumbre, a mi esposa le resultaba un tanto extraño que los brindis, los gritos de algarabía y algunos fuegos artificiales se manifestasen justo a la medianoche. Si fuese el brindis de fin de año, sería más comprensible. Porque es justo el momento en el que un año termina y el otro comienza. Pero, ¿y en la Navidad? ¿Por qué brindamos a las doce? Lo que sucede es que, tradicionalmente, se asume que Jesús nació a esa hora y se estableció como el instante en el que todos nos unamos en un mismo festejo. Pero esto es sólo una tradición de ciertos lugares. Cada país tiene sus propias celebraciones y, asimismo, sus formas de celebrar producto de su tradición.
A lo largo de su historia, el pueblo de Israel también ha mantenido sus celebraciones siguiendo un formato tradicional. Sin embargo, el sustento original de la mayoría de ellas no es producto de una costumbre asumida sino que proviene de la orden directa de Dios. Una de las mayores fiestas entre los hebreos es la Pascua. Esta festividad conmemora la liberación de los israelitas de la esclavitud de Egipto gracias a la intervención poderosa del Señor. Esto ocurrió en tiempos de Moisés a quien Dios le indicó que cada familia debía reunirse y compartir una cena, sacrificando un cordero y comiendo panes sin levadura. Luego, le ordenó: “Y este día os será en memoria, y lo celebraréis como fiesta solemne para Jehová durante vuestras generaciones; por estatuto perpetuo lo celebraréis” (Éx 12:14).
De esta forma, en su última semana de ministerio antes de su pasión, Jesús también quiso compartir la celebración de la Pascua con sus discípulos. Pero él quería imprimir en ellos una visión diferente. Quería establecer un nuevo pacto, ya no en base al sacrificio de animales sino en base a su propia sangre. Jesús vino a traernos una gran liberación pero no terrenal. Vino a librarnos de las garras del diablo y de las prisiones del pecado. Y todo esto fue posible gracias a su sacrificio perfecto. Así que, en memoria de nuestro Señor Jesús, conmemoremos en este día su obra redentora, a la espera de nuestra segura entrada al reino de los cielos. Nuestro Dios es fiel. Por eso, podemos tener la certeza de que Él cumplirá su pacto conduciéndonos a su gloriosa eternidad.
- Preparándose para la Pascua (1-13)
Siendo la Pascua una fiesta tan solemne, muchos judíos se trasladaban desde diferentes regiones hacia Jerusalén para participar de sus festejos. El día establecido, cada familia, asimismo, se reunía y compartía una cena en la que los padres instruían a sus hijos acerca del significado de aquella celebración. De este modo, realzaban el carácter del Dios amoroso y todopoderoso que había rescatado a su pueblo con enormes maravillas y milagros.
Sin embargo, Lucas nos muestra un marcado contraste entre Jesús y sus opositores frente a esta fiesta tan significativa. El relato nos dice: “Estaba cerca la fiesta de los panes sin levadura, que se llama la pascua. Y los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo matarle; porque temían al pueblo” (Lc 22:1,2). Aproximándose la conmemoración de aquella asombrosa obra de Dios por su nación, los líderes religiosos estaban concentrados en otra cosa. Siendo líderes espirituales, en vez de disponerse a adorar y promover la alabanza a Dios, estaban encaprichados con darle muerte a Jesús sea como fuese. Para colmo, consideraban la fiesta de Pascua como un obstáculo en la ejecución de sus planes. Porque el pueblo era muy numeroso por aquella fecha y no podían actuar libremente en su búsqueda por deshacerse de Jesús ante quienes lo admiraban y seguían.
Pero los líderes religiosos no fueron los únicos que no pusieron interés en los festejos. Hubo especialmente otro que terminaría por facilitarles sus malvados propósitos. Era Judas Iscariote, uno de los doce. Judas, habiendo prestado oído al diablo por su apego a lo material, se acercó a los principales sacerdotes para acordar cómo entregarles a su Maestro. A cambio recibiría un poco de dinero. Mateo nos dice que él “…fue a los principales sacerdotes, y les dijo: ¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré? Y ellos le asignaron treinta piezas de plata” (Mt 26:14b,15). Treinta piezas de plata era la suma con la que se compraba un esclavo. Era un valor insignificante al compararlo con Aquel que era traicionado. Pero Judas accedió a hacer un trato con los líderes religiosos. Tal vez, al escuchar las enseñanzas de Jesús en el templo desestimando el valor de las riquezas, Judas entendió que no podría enriquecerse como pretendía al seguir a ese Maestro. Por eso, quiso obtener al menos algo. Lo cierto es que, por su ambición, terminó por entregar a quien lo había amado como nadie y de quien había visto milagros impresionantes y había oído conmovedoras enseñanzas. Su deseo por lo material fue tal que terminó inclinándose hacia el mal volviéndose un instrumento del diablo.
Aun así, Jesús sabía todo lo que estaba ocurriendo en lo oculto. Por eso, buscando el arrepentimiento de Judas, les dijo a sus discípulos: “…he aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa. A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!” (Lc 22:21,22). Jesús amó a Judas hasta el fin a pesar de su traición y su enorme ingratitud. Y, asimismo demostró que, por más que fuese vendido por apenas treinta piezas de plata, el Señor estaba listo a ser considerado aun menos que un esclavo para hacernos a nosotros verdaderamente libres.
Así que, en tiempos de celebración religiosa, los líderes y Judas estaban más avocados a sus perversos negocios que a la adoración a Dios. Pero, por su parte, a diferencia de ellos, Jesús se sentía deseoso por celebrar aquella última pascua con sus amados discípulos. Por eso, no podía exponerse a ser arrestado en aquella reunión tan importante. Porque durante la cena de pascua, el Señor les daría instrucciones y valiosas enseñanzas a los suyos. Les anticiparía su fin inevitable y oraría por ellos animándolos a seguir adelante a pesar de lo que estaban por vivir. Quizás por eso, ideó una singular estrategia para que el que lo traicionaba no pudiese entregarlo durante esa velada. De este modo, les hizo a sus discípulos preparar la cena pascual en un lugar que era una incógnita para todos menos para él.
El día de la celebración, Jesús envió a Pedro y a Juan a realizar los preparativos. A fin de encontrar el recinto donde se reunirían, ellos debían ir a la ciudad y seguir a un hombre que cargara un cántaro de agua. Allí donde él entrara, el dueño de la propiedad les mostraría un cuarto dispuesto. De este modo, una vez más, los discípulos fueron puestos a prueba en cuanto a su obediencia. ¿Cómo sabría Jesús con tanto detalle lo que ellos verían al entrar en la ciudad? ¿No sería una locura seguir las indicaciones de su Maestro? Aun así, más allá de toda duda, como nos dice la palabra, ellos “Fueron, pues, y hallaron como les había dicho; y prepararon la pascua” (Lc 22:13).
A decir verdad, el pasaje que compartimos, refleja la realidad actual en cuanto a la actitud de los cristianos frente a la adoración a Dios. De manera similar a los líderes religiosos, hay quienes no ponen su mirada en el Señor para adorarle o servirle sino que se mantienen distraídos por las cuestiones del mundo. Aun cuando aparentan devoción o piedad y ostentan algún cargo religioso, sus planes personales van por delante de la adoración a Dios. Perseguir sus metas y alcanzar sus sueños terrenales se antepone a su entrega al Señor. De esta forma, por más que se vistan de religiosidad, manifiestan que no temen a Dios en lo más mínimo. Y, a causa de seguir sus propios deseos terminan por oponerse a la obra de Dios. Por más que sean asistentes regulares a las reuniones de adoración a Dios, tristemente, sus corazones están lejos de Él. Sus cuerpos están presentes, pero sus mentes divagan en los pensamientos del mundo. Adoran y sirven a Dios por costumbre, por rutina, por inercia dominical. Pero no por pasión, admiración o gratitud al Señor. Son adoradores superficiales que, como los incrédulos, sólo viven para este mundo.
Pero, por otro lado, como Jesús y sus discípulos, están aquellos que ponen todo su corazón en su adoración y servicio a Dios. Su ser está íntegramente dirigido hacia su Señor. Son quienes no se dejan distraer por el mundo sino que saben poner su mirada tan sólo en su Dios amoroso. Para ellos, el Señor prepara una bendición especial. Como nos dice el profeta Hanani: “Porque los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para mostrar su poder a favor de los que tienen corazón perfecto para con él” (2 C 16:9a). Ahora bien, examinemos nuestro corazón. Examinemos nuestra adoración y servicio al Señor. ¿Es tu corazón perfecto para con Dios? ¿Ocupa Dios el primer lugar en tu vida o hay otras cosas que se anteponen a tu adoración y servicio a Él? Un corazón perfecto para con Dios es lo que nosotros también debemos anhelar. En lugar de seguir el camino de quienes caerán bajo el juicio de Dios por su incredulidad o superficialidad, debemos concentrarnos en adorar a Aquel que nos bendijo de manera extraordinaria. Por lo tanto, toda vez que tengamos la oportunidad de venir ante nuestro Señor para adorarle o servirle, hagámoslo con todo fervor y entrega. Poniéndolo en el primer lugar. Así que, presentemos tanto nuestro cuerpo como nuestro corazón ante Él para adorarle no por rutina, no por tradición, no por obligación sino por genuina devoción. Disfrutemos de adorar y servir a nuestro Señor. No hay mayor privilegio que poder vivir para Él.
- En memoria de mí (14-23)
Ahora bien, ¿de dónde proviene una adoración y un servicio al Señor con un corazón perfecto? ¿Cuál es el origen de tal devoción? El propulsor de una genuina adoración a Dios es el conocimiento de su amor. Quienes adoran y sirven sinceramente al Señor no son movidos por la costumbre sino por el amor. El impresionante amor de nuestro Padre celestial. Y el amor que nace de reconocer lo que nuestro Señor Jesús hizo por nosotros. Así que, el que conoce en verdad el amor de Dios y el que en verdad lo ama, busca adorarle y servirle en todo tiempo y con todo su ser. ¿Y qué fue lo que hizo nuestro Señor por nosotros? Podemos verlo en la palabra de hoy.
Lucas nos dice que Jesús, “Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles” (Lc 22:14). Llegado el momento de la cena, el Señor se sentó a la mesa con sus discípulos. Él sabía perfectamente lo que estaba por sucederle. Sabía que había llegado el tiempo en el que tendría que consumar su misión. Esa misión por la cual había venido a este mundo como el Dios encarnado. Esa misión por la cual se había revestido de cuerpo mortal. La misión de entregarse al padecimiento de la muerte y al castigo de Dios en lugar de todos nosotros. Pecadores que merecíamos cada uno y aún mucho más de sus sufrimientos. Pero Jesús tomó voluntariamente su cruz para darnos reconciliación con el Padre celestial a través de su perdón. Y así, nos abrió la puerta a una esperanza viva en los cielos.
Podemos imaginar cuánta conmoción, cuánto estremecimiento habrá estado sintiendo Jesús en aquel momento, sabiendo que se aproximaba el impostergable proceso de su agonía. Pero su atención no estaba puesta en sí mismo sino en sus discípulos a quienes amó hasta el fin. Por eso, con profundo amor y emoción les dijo: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lc 22:15-16). El Señor ansiaba entrañablemente compartir con sus discípulos aquella velada que no representaba una despedida sino más bien una bienvenida. Una bienvenida a la salvación eterna y a la gloria celestial para todos aquellos que reciben con fe su obra de redención. Para todos aquellos que creen en él, quien ha tomado nuestro lugar en el padecimiento a causa de nuestros pecados.
Durante aquel tiempo de intimidad con sus discípulos, Jesús quiso sembrarles una esperanza de vida eterna. Por eso, les aseguró que anhelaba estar con ellos en aquella Pascua porque ya no lo haría hasta que la liberación de su pueblo se perfeccionara en el reino de Dios. Hasta que todos los que hemos creído en él, lleguemos a la redención plena en los cielos. Por eso, tomando la copa y dando gracias, Jesús exclamó: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga” (Lc 22:17b,18). A la espera de una celebración mayor a cualquiera en esta tierra, el Señor les afirmó a sus discípulos que aguardaría ansiosamente aquel día en el que se sentase a la mesa con quienes fueren vencedores no por esfuerzo propio sino por haber puesto su fe en él.
Pero para que esto fuese posible, primeramente, Jesús debía atravesar por un sendero inevitable. Un sendero en el que nadie podría acompañarlo. El oscuro camino hacia la muerte. Porque la paga del pecado es muerte. Muerte no sólo física sino muerte eterna, en el abandono absoluto de Dios y en el dolor del infierno. Y como pecadores todos nosotros estábamos condenados a esta pena. Sin embargo, Jesús quiso venir a ocupar nuestro lugar entregando su cuerpo y derramando su sangre hasta la última gota. Por eso, sentado a la mesa, Jesús “…tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lc 22:19,20).
En cada celebración de la Pascua, los padres hebreos compartían el pan con sus hijos enseñándoles el significado de la liberación y del pacto que Dios había hecho con su pueblo. Pero Jesús, sentado a la mesa con sus amados discípulos, les dio a conocer el verdadero significado de la Pascua y del nuevo pacto. En la antigüedad, Moisés había rociado con la sangre del sacrificio de animales al pueblo y a la Ley como sello del pacto de Dios con ellos. Pero eso sólo era sombra del nuevo pacto que deja sin efecto al antiguo. Porque Jesús mismo, venía a entregar su propio cuerpo en sacrificio. Como testificó Juan el Bautista, él es “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29). No con sangre de animales sino con su propia sangre derramada en una cruz, selló ese nuevo pacto del que somos parte. Por eso, Dios había prometido por medio del profeta Jeremías: “Pero este es el nuevo pacto que haré con el pueblo de Israel… Pondré mis instrucciones en lo más profundo de ellos y las escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Jer 31:33; NTV).
Pero entonces, ¿qué significa la palabra “pacto” originalmente? “Pacto” es el vocablo utilizado para traducir un término griego que refiere a una disposición que fue preparada unilateralmente por una parte y que, otra parte, sólo puede aceptarla o rechazarla pero no modificarla o alterarla. Por eso, la palabra “Pacto” en el Nuevo Testamento, a veces se traduce como “Testamento”. Porque el que realiza un testamento lo hace de forma unilateral y los beneficiarios pueden aceptarlo o no pero no pueden alterar su contenido. En su sangre, Jesús estableció un nuevo pacto con nosotros de forma unilateral. Y nosotros podemos aceptarlo o rechazarlo. Sin embargo, nunca podemos modificar el contenido de ese pacto que fue establecido únicamente por el Señor. Hebreos nos dice: “Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna. Porque donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador. Porque el testamento con la muerte se confirma; pues no es válido entre tanto que el testador vive” (He 9:15-17).
La última voluntad de una persona queda expuesta en su testamento. Pero ese testamento sólo comienza a ser firme cuando muere el testador. De igual manera, Jesús se entregó a la muerte para hacer efectivo el nuevo pacto que nos incluye tanto a vos como a mí. Como ese pan que las mismas manos de Jesús partieron mientras pensaba en su desenlace, su cuerpo sería rasgado por completo para nuestra salvación. Como ese vino repartido entre los discípulos, su sangre sería derramada sobre todos nosotros para cubrirnos con su redención. Este es el nuevo pacto. Que el Hijo de Dios ha venido a este mundo para entregarse a la muerte en nuestro lugar a fin de que todo aquel que cree en él no se pierda sino tenga vida eterna. Por su gracia. Por fe. El contenido de este pacto no puede ser alterado. La salvación viene sólo de Jesús y por fe en él y no por obras que pudiésemos realizar. Este es el nuevo pacto que toda la Iglesia de Cristo conmemora al compartir su Santa Cena conforme a las palabras del Señor que nos dice: “…haced esto en memoria de mí…” (Lc 22:19b). De este modo, cada vez que nos reunimos para compartir una Santa Cena recordamos lo que el Señor Jesús hizo para nuestra salvación y afianzamos nuestra esperanza en la vida eterna que él nos promete. Como dijo Pablo: “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Co 11:26). Porque, como afirmó Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6:54,55).
En el nuevo pacto de nuestro Señor Jesús obtenemos salvación irrevocable por su gracia y sólo por fe. En el nuevo pacto de nuestro Señor Jesús obtenemos esperanza certera en el reino de los cielos donde nos reuniremos con él. Porque este nuevo pacto, como un testamento de gloria, ha sido confirmado por la muerte de nuestro Señor Jesús volviéndonos herederos del reino celestial. Por eso, él prepara una celebración mayor en los cielos a la que todos estamos invitados. Sin embargo, por más que todos estemos incluidos en ese testamento, únicamente los que lo acepten, sin pretender modificar su contenido, podrán recibir su bendición. Sólo quienes hayan creído en Jesús como su Señor y Salvador recibirán la herencia celestial. ¿Estarás vos también entre los herederos?
Jesús, el Hijo de Dios, se entregó a la muerte para nuestra salvación. Por eso, ante tal muestra de amor, ante tal manifestación de amor que no merecemos, ante tal esperanza a la que fuimos llamados, ante tal privilegio de ser considerados herederos celestiales, caigamos rendidos ante su presencia. Para adorarle. Para servirle. Al recordar su gracia indescriptible, ¿cómo no entregarle nuestra adoración con un corazón perfecto despojado de toda distracción del mundo? Que el Señor ocupe el primer lugar de tu vida al reconocer su inmenso amor hacia vos. Que nada se anteponga a tu entrega al Señor por tu sincero amor hacia él. ¡Cuánto desea nuestro Señor Jesús sentarse a la mesa con nosotros en el reino de Dios! ¿Tenemos nosotros el mismo deseo? Así que, en este día, ante tal salvación inmerecida, ante tal muestra de amor, recibamos su nuevo pacto en nuestro corazón. Consagrémosle nuestra vida mientras aguardamos nuestra entrada a su reino de gloria.
