La ofrenda de una viuda -mensaje dominical 30-1-2022

julio 1st, 2022 Posted by Mensaje Dominical 0 thoughts on “La ofrenda de una viuda -mensaje dominical 30-1-2022”

La ofrenda de una viuda

Lucas 21:1-4                                                                                                              V.C. 21:3

 

“Y dijo: En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos”

 

Recuerdo que, cuando estaba en la escuela primaria, cada año sorprendíamos a nuestras madres o a nuestros padres en su día con algún pequeño regalo. Casi siempre se trataba de una manualidad que hacíamos bajo la guía y supervisión de nuestras maestras. En verdad, nuestro obsequio no era algo muy costoso ni sofisticado. No se trataba de un trabajo muy ostentoso o exuberante. Apenas era una sencilla obra en la que habíamos puesto nuestra dedicación, esfuerzo y, sobre todo, nuestro amor. Aunque pasábamos varios días embelleciendo nuestro presente, no podríamos decir que el resultado fuese digno de exponerse en alguna galería de arte ni de venderse en la feria de San Telmo. Aun así, a nuestras madres y a nuestros padres les encantaba. Se emocionaban hasta las lágrimas sin mirar los defectos e imperfecciones y sin pensar, tampoco, en que los materiales habían sido pagados por ellos mismos lo supiesen o no. Es que, en verdad, nuestros padres no miraban el regalo en sí. Ellos observaban nuestro corazón. Observaban que habíamos puesto nuestro máximo esfuerzo para dar lo mejor que pudiésemos ofrecerles porque los amamos.

 

Podríamos preguntarnos, entonces, por qué Dios no reaccionaría de la misma manera al ver aquello que le presentamos como ofrenda. Siendo que Él es nuestro Padre celestial, Él no observa lo minúsculo que podríamos traerle. Tampoco se fija en los defectos o imperfecciones de nuestra entrega. Ni pone su atención en que, en realidad, cualquier cosa que pudiésemos darle procede primeramente de Él. Lo que nuestro Señor mira es nuestro corazón. Y, como vimos la última semana, esto era algo que pasaban por alto los líderes religiosos que prestaban mayor atención a las apariencias externas. Por esto, asimismo, fueron reprendidos por Jesús.

 

Nuestro Dios observa nuestra expresión de amor en todo aquello que le presentamos más allá de los costos o valores terrenales. ¿Acaso Dios esperará, entonces, una ofrenda millonaria de parte de nosotros? ¿Esperará que le entreguemos un sacrificio perfecto del que muchos se admiren al verlo? ¿Querrá una cantidad abundante de bienes materiales? ¿Se agradará de las sumas o abundancias? En realidad, no. Lo que Él espera es que le rindamos nuestra máxima expresión de amor. Él espera recibir nuestro corazón entregado con sencillez y de forma completamente voluntaria. Tal como lo hizo la mujer viuda que encontramos en el pasaje de hoy. Aprendamos, entonces, de ella y de su ofrenda. Aprendamos a expresarle a nuestro Señor todo el amor que sentimos por Él, dándole lo mejor de nosotros. De esta forma, capturemos la atención de nuestro Padre celestial y recibamos de Él su aprobación eterna.

 

 

  1. Dos blancas (1-2)

Jesús les había advertido a sus discípulos que no viviesen en la vanagloria y la hipocresía de los escribas. Ellos se cubrían de meras apariencias religiosas. Les gustaba ser reconocidos por la gente. Pero ocultaban su maldad vistiéndose con mantos de piedad fingida compensando sus pecados con actividades religiosas visibles. De ellos, Jesús dijo: “Guardaos de los escribas… que devoran las casas de las viudas, y por pretexto hacen largas oraciones; éstos recibirán mayor condenación” (Lc 20:46a,47). Debiendo haber sido líderes espirituales para su nación, cuidando de las almas desprotegidas, los escribas, por el contrario, habían vivido para su propio beneficio sustrayendo hasta los bienes de los desamparados, particularmente de las viudas. Haciendo esto, desobedecían a la Ley de Dios que había amonestado al pueblo de Israel diciéndole: “A ninguna viuda ni huérfano afligiréis. Porque si tú llegas a afligirles, y ellos clamaren a mí, ciertamente oiré yo su clamor; y mi furor se encenderá” (Éx 22:22-24a). Pero los escribas, siendo los mayores conocedores de la Ley, desoían este mandato y se esforzaban por mostrarse justos ante las personas. En lugar de ser pastores para las almas necesitadas, se aprovechaban de ellas sin la más mínima consideración. De este modo, los escribas mostraban que no conocían a Dios en lo absoluto. Porque, como proclama David: “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada” (Sal 68:5).

 

De esta forma, como corolario y confirmación práctica de su sentencia contra los escribas, Jesús hizo referencia al infame contraste existente entre los ricos de la época y una viuda pobre que se acercaron al templo para traer sus ofrendas. Lucas nos relata que Jesús, “Levantando los ojos, vio a los ricos que echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Vio también a una viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas” (Lc 21:1,2). En el templo había un recinto específico con trece urnas para dejar en ellas las ofrendas. Esas urnas eran de metal y tenían una forma similar al de una trompeta. Se encontraban en el patio de las mujeres a donde todos los concurrentes al templo podían acceder y estaban a la vista del lugar desde el cual Jesús compartía sus enseñanzas.

 

De este modo, el Señor alzó su mirada y observó cómo los hombres ricos hacían sonar las trompetas para que se oyesen en todo el templo por el repiqueteo de las grandes cantidades de monedas que arrojaban una tras otra en cada una de las trece urnas. Seguramente, más de uno debió haberse dado vuelta para ver quién o quiénes eran aquellos que estaban dejando una suma tan significativa. Jesús mismo hizo referencia a lo que echaban aquellos hombres ricos en las urnas. Pero no para elogiarlos o admirarse de ellos. Por el contrario, él consideró como más significativa, la ofrenda de una viuda pobre que, tímida y casi silenciosamente había dejado caer apenas dos blancas, quizás, en tan sólo una de las arcas.

 

Una blanca era la moneda de menor valor utilizada en los tiempos de Jesús. Tal vez, para nosotros, sería similar a una moneda de un peso, que hoy por hoy equivale más o menos a un centavo de dólar. Aquella mujer había dado como ofrenda, apenas dos pesos. Al hacer esto, tuvo que abrirse camino y pararse entre los ricos ostentosos que entregaban grandes cantidades. Así que, al pensar en lo tan poco que traía, ella debió vencer su vergüenza por venir con dos moneditas al mismo tiempo que otros vaciaban sus bolsas con grandes sumas de dinero. Pero ella miró sólo a Dios y no a los hombres. Ella pensó en dejar su ofrenda sin mirar nada más. Buscó, únicamente, el reconocimiento de Dios. No dudó en presentar lo muy escaso que tuviese para dar. No dejó que lo irrisorio de su ofrenda limitara su entrega. No pensó en volver otro día cuando pudiese ofrendar un poco más. Sino que avanzó en su decisión de dar lo máximo que pudiese a su Señor. Aunque lo máximo que ella pudiese dar fuesen sólo dos blancas. Aun así, se acercó a las arcas de las ofrendas y vació no grandes bolsas con monedas valiosas sino que vació su corazón.

 

Jesús les había enseñado a sus discípulos en el sermón del monte: “Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres, para ser vistos de ellos; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 6:1). Los ricos que traían sus ofrendas al templo pretendían obtener el reconocimiento de las personas. Por tal motivo, en los aplausos y la vana admiración de la gente, ya tenían su recompensa. No obstante, aquella viuda pobre que entregó tan poco, tenía sus ojos puestos en su Señor, y, por lo tanto, del Padre celestial vendría su justa recompensa.

 

Al igual que aquella mujer, nada debe limitar nuestra entrega a nuestro Dios. Ninguna comparación debe hacernos dudar de lo hermoso que representa para nuestro Padre celestial nuestra completa consagración. Porque al hablar de las ofrendas que traemos al Señor, entendemos que esto no se refiere tan sólo al dinero que se deja en un arca. Nuestra mayor ofrenda es nuestra vida misma presentada voluntaria y enteramente al servicio de nuestro Dios. Por eso, si ponemos nuestros ojos únicamente en nuestro Señor, podremos traerle, por sobre todo, nuestro corazón. Esto es lo que nuestro Padre celestial espera. Esto es lo que Él realmente desea.

 

Si fijamos nuestra mirada en el Señor, nada nos detendrá en venir ante Él por más que lo que le presentemos se asemeje a apenas dos blancas como las que trajo aquella viuda pobre. Nada nos limitará en dar lo muy poco que tengamos ante el Señor. Porque, en realidad, ¿quién podría enorgullecerse en decir que ha dado mucho a Dios? Por más abundante que sea nuestra ofrenda o entrega, ¿podría esto hacerlo a Él más rico? ¿Le daría mayor gloria, majestad o abundancia? David proclamó al recibir las cuantiosas ofrendas del pueblo para la construcción del templo: “A decir verdad, ¿quién soy yo, y quién es mi pueblo, para poder ofrecerte todo esto, y de manera voluntaria? Todo es tuyo, y lo que ahora te damos lo hemos recibido de tus manos” (1 C 29:14; RVC). Así que, todo lo que podamos darle al Señor, es, en realidad, suyo. De lo que recibimos de Él, le damos.

 

Por eso, no sirve de nada enorgullecernos o compararnos con los otros ni sentirnos inferiores ante quienes cuentan con grandes talentos y posibilidades mayores a las nuestras. Tampoco sirve excusar nuestra falta de dedicación por afirmar que somos menos valiosos que los demás o por pensar que lo que tenemos para aportar es demasiado poco. ¿Pensará esto nuestro Señor de nosotros? ¿Considerará que lo que tenemos es muy poco? No tenemos que olvidar que Él quiere nuestro corazón. Por eso, no dudemos ni nos limitemos en presentarnos ante el Señor con lo máximo que podamos ofrecerle. Por amor. Por agradecimiento. Por reconocerlo como nuestro verdadero y único Salvador y Señor. Esperando tan sólo de Él su reconocimiento. Y de Él vendrá, asimismo, nuestra recompensa.

 

 

  1. Todo su sustento (3-4)

Para algunos, la ofrenda de la viuda se parecía más a una limosna mezquina e insignificante que a una ofrenda digna de ser traída al templo. Pero, ¿qué dijo Jesús al verla? Él declaró: “En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos” (Lc 21:3). Sorprendiendo a sus oyentes, Jesús reconoció a aquella viuda pobre que había depositado apenas dos blancas en las arcas de las ofrendas. Reconoció a aquella que venció toda oposición interior y exterior para traer su humilde ofrecimiento. El Señor aseguró que ella había echado más que cualquiera de esos hombres ricos que se paseaban entre las urnas haciéndolas sonar con sus muchas monedas. ¿Por qué? Jesús expresó: “Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc 21:4).

 

Para Jesús, una ofrenda mayor no tenía nada que ver con la cantidad presentada. Para él, la ofrenda más hermosa es aquella que lleva nuestro amor y sacrificio como la ofrenda de la viuda que, de su pobreza echó todo su sustento. Ella dio absolutamente todo lo que le quedaba. A decir verdad, la mujer podría haberse quedado con una de las dos blancas y ofrendar la otra. Para tener algo en su poder y comprarse algún pequeño bocadillo para comer, al menos, ese día. Dios comprendería su situación. Pero ella no hizo esto. Aquella viuda pobre lo dio todo. Quizás, esas dos blancas era lo único que le había quedado luego de que hombres ricos como los escribas hubiesen devorado sus bienes. Aun así, con corazón puro y agradecido, aquella mujer dio mucho aunque ofrecía poco. Porque lo dio todo a Dios sin reservarse nada.

 

Recuerdo que una misionera me contó que, mientras vivía en el país extranjero donde llevaba a cabo su misión, se quedó sin trabajo y ya no le quedaba dinero para pagar su alquiler, ni para comer y, mucho menos, para regresar a su tierra. Sólo le quedaban algo así como unos veinte pesos en el bolsillo. En esa condición, no se desesperó ni temió. Oró a Dios y, sin decirle nada a nadie, entregó sus veinte pesos como ofrenda, poniendo todo su futuro en las manos de su Señor que la había llevado lejos a fin de compartir su evangelio. Para cualquier persona incrédula, la acción de esta misionera podría ser considerada como una locura, una muestra de excesivo fanatismo, un acto emocional innecesario. Pero ella no estaba ofrendando veinte pesos. Con su ofrenda, ella estaba entregando su vida misma ante el Señor. No por superstición. No por interés. No por vanagloria. Sino por amor y absoluta confianza en su Padre celestial. Jesús afirmó: “…No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? …No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt 6:25,26,31-33). Conforme a su fe, aquel mismo día, aunque era domingo, aquella misionera recibió una llamada en la que le ofrecían un nuevo trabajo para comenzar al día siguiente. ¿Por qué? ¿Por haber dado sus últimos veinte pesos? No. Era la manifestación de amor del Padre celestial que cuida de aquellos que buscan primeramente su reino y su justicia.

 

Y entonces, ¿qué era lo que estaba ofrendando aquella viuda pobre? ¿Dos diminutas blancas? No. Ella estaba entregando toda su vida ante su Señor. Todo su futuro. Toda su confianza. Todo su amor. Toda su esperanza. Para muchos, dos blancas no significaban prácticamente nada. Pero, para aquella mujer y, principalmente para Dios, dejar sus dos últimas monedas representaba mucho. Significaba depositar no dos blancas dentro de una urna sino depositar su vida misma en las manos de su Señor. Representaba su entrega y su confianza en el Dios que es Padre de huérfanos y defensor de viudas. Más que seguro, luego de haber dejado su ofrenda, aquella mujer debió haber experimentado una cálida paz en su interior. Por más que ahora no tuviese nada. Por más que se había despojado de todo. Porque ella sabía que su vida, más que nunca, ahora estaba absolutamente en las manos de su amoroso Padre celestial.

 

Hay quienes usan este pasaje de la viuda pobre para fomentar las ofrendas entre los miembros de sus congregaciones y así recaudar más. Enseñan a los participantes a vaciar sus bolsillos y dar todo su dinero como muestra de fe. Pero esta actitud se parece más a la de los escribas que devoraban los bienes de las viudas, que a lo que, en realidad, Jesús espera de nosotros. Porque lo que nuestro Señor desea no son nuestras monedas. Es nuestra entrega absoluta y sin reservas. Nuestro amor. Nuestro sacrificio. Nuestra dependencia en Él. Lo que nuestro Señor desea no es sólo que confesemos o que estemos convencidos de que Él es nuestro Padre amoroso que nos provee de todo sino que lo vivamos de forma real. Que dejemos todo nuestro futuro y nuestro presente y todo lo que somos y todo lo que tenemos a sus pies. Porque Dios no quiere recibir de nosotros de lo que nos sobra. No quiere recibir grandes cantidades que apacigüen nuestra conciencia o que busquen compensar nuestra vida pecadora como hacían los ricos de la época de Jesús. Lo que el Señor espera es que le demos nuestra vida misma, en servicio y en compromiso sincero para vivir en santidad y por su gloria.

 

En verdad, a la vista de otros, puede que nuestra vida represente aun menos que dos pequeñas blancas insignificantes. Como dos monedas inútiles y sin valor. Pero Jesús tiene una mirada completamente diferente. No hay nada más valioso para él que nuestra vida. Para Jesús no somos insignificantes, inútiles o sin valor. Somos muy preciados. Por eso, nuestra vida en entrega voluntaria y humilde es lo más valioso que podemos traer ante el Señor y lo que Él anhela recibir. Nuestra vida entera puesta en sus manos como lo hizo aquella viuda pobre. ¿Vos creés que si para el Señor tu vida fuese inútil o insignificante, Él te habría elegido? ¿Él te habría llamado a ser parte de su pueblo? ¿Habría desperdiciado Dios su tiempo y energía en buscarte y atraerte ante su presencia habiendo podido buscar a otros? ¿Habría dado a su único Hijo por tu salvación? Somos muy valiosos para nuestro Señor. Dios nos dice: “Porque a mis ojos fuiste de gran estima, fuiste honorable, y yo te amé; daré, pues, hombres por ti, y naciones por tu vida. No temas, porque yo estoy contigo… todos los llamados de mi nombre; para gloria mía los he creado, los formé y los hice” (Is 43:4,5a,7).

 

Aquella viuda pobre pudo darlo todo porque era consciente de cuánto la amaba su Señor. No temió por lo que vendría porque su confianza en su Padre celestial era inquebrantable. ¿Somos nosotros conscientes de cuánto nos ama nuestro Señor? ¿Reconocemos cuánto valemos para Él? ¿Mantenemos en nuestro Padre celestial una confianza inquebrantable? Si es así, si como aquella viuda pobre podemos entregarle todo y sin reservas, alcanzaremos el reconocimiento de nuestro Dios. Obtendremos de Él su recompensa. Cada uno de nosotros tiene ante el Señor un valor único y muy especial. Cada uno de nosotros es muy valioso para Dios. Y cada uno de nosotros tiene, asimismo, algo único y precioso que presentar ante Él para glorificar su nombre. No es tu dinero. Es tu corazón. Es tu vida misma. Por eso, no dudemos en entregarnos al Señor en completa confianza, absoluto amor y sacrificio. Así que, con los ojos puestos tan sólo en nuestro Padre amoroso que nos cuida en todo tiempo y que nunca nos abandonará, traigamos nuestra vida ante Él como nuestra ofrenda de amor. Tengamos la plena certeza que para nuestro Señor, será mucho más que dos blancas.

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Mensaje dominical - LA ASCENSIÓN
Hechos 1:9-14
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“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” 🤗❤️🤗
Mateo 28: 19-20
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