Esperanza Viva-Mensaje dominical 12/02/2023

febrero 22nd, 2023 Posted by Mensaje Dominical 0 thoughts on “Esperanza Viva-Mensaje dominical 12/02/2023”

Esperanza Viva

1 Pedro 1:3-9

V.C. 1:3

 

“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”

 

¿Se puede vivir sin esperanza? ¿Puede el hombre transitar por este mundo sin tener un rumbo, una meta o deseo por alcanzar? De hecho, tristemente, a causa de los constantes fracasos, las limitaciones y las decepciones, muchos han perdido todo sentido y sólo viven por vivir. Pero cuando una persona ha perdido toda esperanza, su vida se vuelve infeliz y vacía. Se desploma en la depresión por no encontrarle razón a su existencia. Se siente inútil o sin valor. Por eso, hay quienes buscan motivación en cumplir sueños pasajeros como obtener reconocimientos y distinciones, recibir un título, adquirir bienes o una buena posición económica, formar una familia, viajar, completar una tarea, resolver un problema o curar una enfermedad.

 

No obstante, ¿qué sucede cuando alguien ha logrado aquello que tanto ansiaba? ¿Incluso cuando ha alcanzado una posición envidiable en la cima de la vida? ¿Se siente ya permanentemente satisfecho o realizado? La experiencia nos demuestra que no. Siente alegría por un tiempo. Pero pronto necesita fijar una nueva meta para aferrarse a una nueva esperanza. De otro modo, como ha sucedido con cientos de personas que alcanzaron la cúspide, no tardan en precipitarse en el sinsabor de una vida vana. Porque los sueños y las esperanzas de este mundo son imperfectos y no pueden evitar el desenlace de la muerte. Aun habiendo alcanzado todo en esta tierra, Salomón proclamó: “Vanidad de vanidades… vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?” (Ec 1:2,3).

 

Cualquier esperanza puesta en el mundo es superficial y temporal. Pero nuestro Señor le ha dado un grandioso sentido a nuestra vida en Cristo. Él nos ha llamado a una esperanza viva. La única esperanza. Nada puede igualarse a sus promesas eternas. Pongamos, por tanto, nuestros ojos en esa esperanza y hallemos allí el sentido y la dirección de nuestra existencia. Sólo el Dios que le dio origen a nuestra vida puede darnos orientación y revelarnos cuál es la auténtica meta que debemos luchar por alcanzar.

 

 

  1. Una herencia en los cielos (3-5)

El escritor del pasaje de hoy es Pedro, el más destacado de los doce discípulos de Jesús. Él había formado su familia y vivía como un pescador de la ciudad de Galilea. No era un hombre religioso ni mucho menos distinguido en su sociedad. Era un hombre común y corriente. Seguramente, su esperanza estaba en atrapar el mayor número de peces para crecer en su negocio. Tener un mejor pasar económico al lado de su familia. Volverse un empresario importante con más barcas y empleados a su cargo. Pero el resultado era siempre el mismo. Seguía y seguía arrojando la red sin pescar ninguno de sus sueños. Hasta que, literalmente, no atrapó ni un solo pez con su red. En ese momento, Jesús se le presentó y le enseñó a obtener una gran pesca. Al obedecerle, Pedro llenó sus redes de peces y terminó cayendo de rodillas ante Aquél que lo hizo experimentar un tremendo milagro. Entonces, el Señor le dijo: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5:10b). Jesús le dio un nuevo propósito. Y, aunque no lo entendió en un principio, lo estaba invitando a abrazar una nueva esperanza.

 

Después de haber sido un privilegiado testigo de la obra del Señor contemplando sus hechos, su muerte, resurrección y ascensión, y luego de haber recibido la unción del Espíritu Santo en pentecostés, Pedro comprendió cuáles eran los planes de Dios para él. Entendió hacia dónde debía fijar su mirada. Por eso, él declaró: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1 P 1:3). Pedro alabó a Dios por su gran misericordia hacia nosotros. Porque no nos abandonó a las efímeras esperanzas del mundo. No nos dejó en el camino de la muerte. No nos olvidó, a pesar de nuestros pecados y rebeldía contra él. Por el contrario, envió a su amado Hijo Jesús para darnos una esperanza viva. Y, a fin de que pudiésemos divisar esa esperanza, primeramente, nos hizo renacer. Nos hizo nacer de nuevo.

 

En su encuentro con el fariseo Nicodemo, Jesús le dijo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3:3b). Aquel que no ha renacido, no puede comprender el mundo espiritual. No puede reconocer el reinado del Señor sobre su vida ni anhelar el reino eterno en los cielos. Sólo el que ha nacido de nuevo puede obtener esta esperanza viva. Por eso, Jesús también le dijo: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Jn 3:5b). A través de la obra purificadora de la palabra del Señor y mediante la acción del Espíritu Santo, renacemos en Cristo y adquirimos el derecho a entrar al reino celestial. No por esfuerzo propio sino por fe en nuestro Salvador. Jesús señaló: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3:16). Por lo tanto, nuestro nuevo nacimiento da lugar, a su vez, al nacimiento de la esperanza.

 

Dios nos da una esperanza viva en Cristo porque Jesús venció el poder de la muerte que nos atormentaba. Jesús murió sobre una cruz para llevar nuestra condenación. Pero además, se levantó de la muerte para otorgarnos su victoria. Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, podemos esperar nuestra resurrección y nuestra entrada a la vida eterna. Pablo afirmó: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús vive en ustedes, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que vive en ustedes” (Ro 8:11; RVC).

 

Entonces, ¿en qué consiste nuestra esperanza viva? Pedro la describió como “…una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 P 1:4,5). Nuestra esperanza es una herencia que nos aguarda por haber sido hechos hijos de Dios mediante la fe en Jesús. Porque, como destaca Juan “…a quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios. Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado” (Jn 1:12,13; DHH). Sólo los que creen en Jesús son hechos hijos de Dios al nacer de nuevo por la obra del Padre celestial a través de su palabra y de su Espíritu Santo. Pablo, además, nos dice que “…si somos hijos, también herederos” (Ro 8:17a). Como hijos de Dios, tenemos derecho a una herencia eterna. Una herencia incorruptible, que no se estropea con el paso del tiempo, que no se desgasta, que no se desvanece. Una herencia incontaminada, que es pura y perfecta, que no está sujeta a la corrupción del pecado. Una herencia inmarcesible, que es imperecedera, que es eterna e inalterable. Una herencia que nos está reservada en los cielos y que será manifestada en el último tiempo.

 

Las herencias de este mundo están sujetas al deterioro, la contaminación y la temporalidad. Pero la herencia que nos prepara nuestro Señor en los cielos es indestructible, no admite mancha alguna y no tiene fin. Es una ciudad descomunal que podremos recorrer por sus calles de piedras preciosas, contemplando un río de aguas cristalinas que la recorre y que nace del trono de Dios, donde el árbol de la vida da sus frutos. Una ciudad iluminada por la presencia y la gloria del Señor. Donde ya no habrá maldición ni maldad. Donde no hay muerte ni dolor. Donde no habrá separación sino encuentros entre quienes guardamos la misma esperanza en Cristo. Y, sobre todo, allí podremos disfrutar de la preciosa compañía de nuestro Señor a quien veremos cara a cara. ¿No te gustaría llegar allí? ¿No te gustaría recibir esta herencia?

 

Pero, ¿cómo es posible que teniendo una promesa como ésta, nos dejemos arrastrar tan fácilmente por las preocupaciones y las ambiciones por adquirir lo que hay en este mundo? ¿Cómo es posible que dejemos de lado lo eterno para perseguir lo temporal? ¿No será porque perdimos de vista nuestra verdadera y única esperanza? ¿No será porque inactivamos nuestra fe en lo invisible para depositar nuestras expectativas en lo visible y pasajero? Pablo nos dice: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3:1,2).

 

¿Dónde has puesto tu mirada? ¿Dónde está tu corazón? ¿Dónde está tu esperanza? Tu destino depende de ello. Jesús nos dice: “No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre echan a perder las cosas y donde los ladrones roban. ¡Háganse tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que puedan corromper, ni ladrones que les roben!, pues donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón” (Mt 6:19-21; NBV). Si tu esperanza está en este mundo, por más que no sea algo dañino o malo, el resultado será imperfecto y fugaz. Allí no habrá satisfacción plena o permanente para tu vida. Las esperanzas terrenales producen frustración y vacío. Sólo en Jesús hay verdadera y única esperanza. Habiendo renacido en Cristo, no vivamos para conquistar lo que hay en el mundo. Más bien, almacenemos en los cielos con los ojos puestos en el Señor. Manifestemos así cuál es nuestra esperanza viva.

 

 

  1. La fe más preciosa que el oro (6-9)

Hemos recibido bellísimas y magníficas promesas. Por eso, en su segunda carta, Pedro nos insta a vivir sabiamente. Nos exhorta a dar frutos de nuestro conocimiento de Jesús conforme a nuestra esperanza, “Porque de esta manera nos será otorgada amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 P 1:11), nos dice.

 

Entonces, ¿cómo vive aquel que tiene una esperanza viva en Jesús? Pedro nos dice: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 P 1:6,7). Saber que nos espera una herencia maravillosa en los cielos nos hace vivir con gozo. Sin embargo, sabemos que, hasta llegar a la consumación de esa promesa, atravesaremos por situaciones difíciles. Pasaremos por pruebas. No obstante, las pruebas que Dios permite en nuestra vida no pretenden hacernos titubear ni caer sino afianzarnos en la fe.

 

El oro se encuentra en estado natural acompañado de impurezas propias de su entorno. Para obtener este metal de forma pura, se lo refina dentro de un horno a una elevada temperatura. De este modo, se separa la escoria y se obtiene un producto purificado. De igual manera, nuestra fe es puesta a prueba a través del duro horno de las pruebas. Nuestra fe en el Señor se refina, siendo separada de toda impureza, en tiempos cuando todo alrededor parece desmoronarse. Si nos mantenemos firmes más allá de la adversidad, nuestra fe madura en el horno de un ambiente que atenta contra nuestra esperanza. Porque, en medio de la prueba, es cuando debemos orar más y acercarnos a Dios. Cuando más debemos negar los pronósticos terrenales para asirnos al Dios todopoderoso. Porque, por más que el mundo nos diga lo contrario, los que esperan en el Señor levantarán alas como las águilas. Correrán y no se cansarán. Caminarán y no se fatigarán.

 

Nuestra fe en el Señor nos conduce a creer firmemente que nuestra esperanza en Él será concretada. Así vivió Abraham a quien Dios llamó a una tierra incierta y él lo abandonó todo para obedecerle. Aunque era ya viejo y su esposa estéril creyó en Dios que le prometía una gran descendencia. Abraham perseveró en la fe aun transitando las más duras pruebas de la vida. Porque él avanzó por el camino de la esperanza y no el de la desesperación. Como nos dice Pablo: “Él creyó en esperanza contra esperanza, para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que se le había dicho: Así será tu descendencia” (Ro 4:18).

 

Abraham y los patriarcas mantuvieron una esperanza viva que se manifestaba en su obediencia y en su fe inquebrantable. ¿Dónde estaba su esperanza? ¿En obtener una posesión de este mundo? Hebreos nos dice que “Conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra… Pero anhelaban una patria mejor, esto es, celestial” (He 11:13,16a). Los primeros hombres de fe tuvieron su esperanza puesta en su herencia segura en los cielos. Por eso, como sucedió con Abraham, su esperanza se reflejaba en su fe inmutable que era refinada en medio de las más duras adversidades.

 

Esto nos lleva a preguntarnos cuál es nuestra reacción ante las pruebas que nos tocan vivir a diario. Sería insensato de nuestra parte pensar que nunca nos tocará afrontar pruebas. Porque las pruebas son necesarias para refinar nuestra fe. Además, siendo nuestro Padre, Dios nos disciplina porque nos ama. La palabra nos dice: “Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina?” (He 12:7). Y añade: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados” (He 12:11). La fe refinada producirá alabanza, gloria y honra cuando el Señor Jesús regrese. Por eso, sólo el que vive con una esperanza viva puede vencer las pruebas y mantenerse de pie en las más duras tormentas. Así lo consideraba Pablo y por eso declaró: “Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas” (2 Co 4:17,18).

 

Tal vez, ahora mismo, te encuentres atravesando dolorosos tiempos de prueba. Pero en lugar de mirar el sufrimiento, debemos aceptar que nuestro Señor busca refinar así nuestra fe. Por lo tanto, antes que observar la dificultad, debemos poner nuestros ojos con gozo en la esperanza viva que el Señor nos garantiza. Todo lo que hay en este mundo, un día se desvanecerá. Pero nuestro Dios nos promete una gloria eterna. Nuestra victoria está asegurada en Cristo. Esta certeza se intensifica cuando más nos acercamos a nuestro Señor llegando a conocerlo y amarlo más. Por eso, Pedro señaló que es a Jesucristo “a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 P 1:8,9).

 

El amor a Jesús nos lleva a mantener nuestra esperanza viva. ¿Y de qué forma podemos expresarle nuestro amor a Cristo? Él dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él” (Jn 14:21). El amor a Jesús se demuestra en la obediencia. Por eso, sólo un discípulo de Jesús puede vivir con una esperanza viva. La esperanza del discípulo se manifiesta en su completa entrega a Cristo. Un discípulo de Jesús es quien aprende y practica sus enseñanzas. Es quien lo sigue imitando su vida y continuando su labor. Es quien lo abandona todo por él, quien reconoce la urgencia de su llamado y quien le da la prioridad de su vida. Un discípulo es quien persevera en la esperanza yendo siempre hacia adelante. Como Jesús expresó: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lc 9:62b).

 

El que sigue sinceramente a Jesús, lo deja todo atrás no por obligación sino por amor. Así vivió Pablo. Por eso, él dijo: “Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil 3:7). Nosotros amamos a Jesús y creemos en él aunque no lo hayamos visto con nuestros ojos físicos. En Cristo está nuestro gozo y nuestra gloria. Sabemos que nuestra fe en él nos conducirá a la salvación eterna. Hay un galardón que nos aguarda más allá de esta tierra. Por eso, quien tiene una esperanza viva, corre hacia la meta con determinación. No importando los sacrificios ni los malentendidos de la gente del mundo. Reconociendo la gloria a la que ha sido llamado. Como Pablo que dijo: “…olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil 3:13b,14). Pablo corría hacia el premio de la esperanza. Se entregó por completo a llevar el evangelio de Jesús para la salvación de las almas. Fue por esto que, al final de sus días, él exclamó: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Tim 4:7,8).

 

El que ha nacido de nuevo por su fe en Jesús ha obtenido una esperanza viva. Quien vive con una esperanza viva mantiene siempre el gozo más allá de las pruebas. Quien vive con una esperanza viva, obedece al Señor y mantiene una fe inquebrantable. Quien vive con una esperanza viva, sigue a Jesús como su discípulo sacrificándose por completo para hacer la voluntad de su Señor antes que su propia voluntad. Quien vive con una esperanza viva se entrega por completo a llevar el evangelio de Jesús para la salvación de las almas. ¿Por fanatismo? ¿Por obligación? No. Por amor a Aquel que lo salvó. Quien vive con una esperanza viva no persigue lo terrenal sino que anhela recibir la corona celestial que se le dará al cruzar la meta. ¿Estamos viviendo con una esperanza viva? ¿Desborda de nuestros corazones nuestro amor por Cristo? ¿Está revelando nuestra vida cuál es la única esperanza?

 

Durante cuatro días, Dios nos ha dado una hermosa conferencia. Allí, el Señor renovó nuestro deseo en la única esperanza, una esperanza viva. Mantengamos nuestros ojos en ella y vivamos conforme a ella. Por amor a Cristo, perseveremos en el gozo, la fe y la obediencia siguiendo los pasos de nuestro Señor Jesús como sus discípulos. Esforcémonos por agradar a nuestro Dios, sirviendo en su obra unidos en la esperanza y el amor. Llamemos a las almas a la salvación en Jesús por la acción del Espíritu que vivifica. Demos así testimonio de que no pertenecemos a este mundo sino que corremos a paso firme hacia nuestra meta en los cielos, firmemente aferrados a nuestra esperanza viva.

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Mensaje dominical - LA ASCENSIÓN
Hechos 1:9-14
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Mensaje dominical – LA ASCENSIÓN
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“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén” 🤗❤️🤗
Mateo 28: 19-20
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Mensaje dominical - "HASTA LO ÚLTIMO DE LA TIERRA"
Hechos 1:1-8
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1 Samuel 10:6NVI
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