Treinta y tres Reyes

Josué 12:1-24

V.C. 12:1a

“Estos son los reyes de la tierra que los hijos de Israel derrotaron y cuya tierra poseyeron…”

En la entrada del bloque cuatro del antiguo campo de concentración nazi de Auschwitz se puede leer un letrero que dice: “Quien olvida su historia, está condenado a repetirla”. Esta frase impacta y estremece a todos los que visitan este lugar al relacionarla con aquel aberrante gueto de exterminio, triste símbolo del Holocausto. Asimismo, este dicho se ha vuelto emblemático en nuestro país cada 24 de marzo cuando se conmemora el día de la Memoria por la verdad y la justicia. Allí recordamos el doloroso proceso militar con treinta mil ciudadanos desaparecidos por pensar diferente y expresarse.

La nación que olvida su historia está condenada a repetirla. Está condenada a caer en los mismos errores del pasado, pero además, a caer en la ingratitud y la deshonra hacia quienes se sacrificaron por ella. Ante los conflictos reiterados que nos tocan vivir y sufrir por estos días, me pregunto si no será éste uno de los mayores problemas de nuestro pueblo que carece de memoria e identidad. Y me pregunto si no será también éste, uno de los más grandes motivos por los que la Iglesia actual se estanca y repite errores. Porque ignora u olvida lo que Dios ha realizado por ella a través de sus siervos. A decir verdad, si conociésemos al Dios de la Historia, no seríamos tan fácilmente engañados por los promotores de sectas y por las falsas ideas que el mundo trata de imponernos. No reproduciríamos errores ni experimentaríamos las mismas dolorosas caídas que otros ya han padecido en el pasado. Si tuviéramos memoria y una identidad clara como hijos de Dios, no llevaríamos una vida cargada de ingratitud hacia Él ni de deshonra hacia sus siervos.

Dios hizo que los hebreos tuviesen un registro detallado de todas las vivencias, victorias y territorios conquistados en tiempos de Moisés y de Josué. Con esto, esperaba que ellos, y también nosotros, no olvidásemos cómo obra Él en medio de su pueblo. Y cómo obra a través de sus siervos fieles a quienes utiliza como instrumentos para la extensión de su reino. Nuestro Señor anhela que siempre recordemos su intervención de amor que ha actuado a nuestro favor para darnos salvación y vida eterna. Por lo tanto, no seamos olvidadizos, indiferentes ni ingratos ante los hechos que evidencian la maravillosa acción de nuestro Dios, el Hacedor de la Historia. Tengamos memoria e identidad. Seamos agradecidos al Señor, guardando en nuestro corazón cada registro de las proezas de amor que ha realizado a nuestro favor, a través de la guía y ayuda de sus siervos fieles.

1. Al otro lado del Jordán (1-6)

Luego del éxodo por el desierto, el pueblo de Israel había atravesado por un vasto territorio venciendo a varios reyes y tomando sus ciudades en la conquista de la tierra de Canaán (mapa). Finalizadas las acciones militares que llevaron a cabo todas las tribus de forma conjunta, el libro de Josué nos presenta un detalle de los nombres de los reyes vencidos y de los territorios que fueron tomados por los israelitas. Al hacer esto, el texto divide las conquistas alcanzadas a uno y otro lado del río Jordán. El pasaje comienza diciendo: “Estos son los reyes de la tierra que los hijos de Israel derrotaron y cuya tierra poseyeron al otro lado del Jordán hacia donde nace el sol, desde el arroyo de Arnón hasta el monte Hermón, y todo el Arabá al oriente” (Jos 12:1).

Primeramente, el relato describe la región conquistada en tiempos de Moisés al este del río Jordán. Allí fueron vencidos dos reyes cuyas tierras quedaron en posesión de los hebreos: Sehón, el rey de los amorreos y Og, el rey de Basán, más hacia el norte. El texto indica que “A éstos derrotaron Moisés siervo de Jehová y los hijos de Israel; y Moisés siervo de Jehová dio aquella tierra en posesión a los rubenitas, a los gaditas y a la media tribu de Manasés” (Jos 12:6). Antes de que el pueblo de Israel entrase a la tierra de Canaán, los reyes Sehón y Og salieron a su encuentro en diferentes enfrentamientos. En ese momento, un Moisés ya anciano era quien lideraba a la nación hebrea. Por su parte, Josué comandaba las tropas todavía muy inexperimentadas. Aun así, Dios les dio la victoria absoluta y les entregó una extensa región al otro lado del Jordán.

A decir verdad, dado que este territorio estaba fuera de la tierra prometida y su conquista pertenecía a otro período, podría haberse obviado en el detalle de las victorias obtenidas por Israel. Pero Dios quiso que esos triunfos fuesen recordados porque allí se asentarían dos tribus y media. Y además, porque el Señor no quiere que su pueblo olvide la obra que Él realiza a través de sus siervos fieles como Moisés. Así que, Dios hizo que los hebreos registrasen absolutamente todo para revelar su gloria y para que ellos no se volviesen ingratos ni olvidasen a los grandes hombres de fe que los guiaron en el pasado. Moisés les había dicho: “Cuando Jehová tu Dios te haya introducido en la tierra que juró a tus padres… cuídate de no olvidarte de Jehová, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Dt 6:10a,12).

El olvido es un mal terrible que nos conduce a ser desagradecidos, nos quita identidad, nos vuelve desleales y nos conduce a la caída espiritual. Dios no quiere que olvidemos el proceso ni a los siervos que Él usó para darnos la victoria de su salvación. Quiere que tengamos memoria e identidad como sus hijos. Para no exponernos a repetir antiguos errores. Para no perder las bendiciones que Él tiene para nosotros. Por eso, debemos reconocer nuestra necesidad de estudiar la palabra de Dios para observar la vida de los siervos fieles del Señor. Pero, asimismo, debemos reconocer nuestra necesidad de aprender de quienes recorrieron antes que nosotros el camino de la fe y están entre nosotros. Aprender de sus experiencias. Recibir sus enseñanzas y consejos. Honrar sus luchas. Valorar sus sacrificios. Apreciar su servicio de amor. Agradecer sus oraciones. Para ganar sus años de aprendizaje y no caer en los malos tragos y errores que padecieron. Para instruirnos y continuar su labor. En este sentido, recordar, respetar y agradecer a nuestros mayores espirituales es una forma concreta de practicar el amor. Dios le ordenó a los miembros de su pueblo: “Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor” (Lv 19:32).

Hacía ya varios años que Moisés había partido de este mundo. Aun así, esto no significaba que su pueblo debía olvidar lo que él hizo por su nación. Hay muchos siervos de Dios que estuvieron antes que nosotros y de quienes no debemos perder su legado. De quienes no debemos olvidar su entrega de fe. Cuando miramos nuestra iglesia, ¿qué vemos? ¿Un edificio? ¿Un grupo de personas que se reúnen para adorar a Dios? En realidad, hay mucho más que esto. Es la sangre de nuestros misioneros la que corre por nuestras paredes. Porque, si bien la lucha es de Dios y suya es también la gloria y la victoria, sin el sacrificio de quienes le obedecieron por llevar su palabra, no estaríamos aquí. No habría iglesia. Quizás no habríamos tenido la posibilidad de vivir en Cristo. No tendríamos una visión espiritual.

Ante sus discípulos, maravillados por el esplendor del templo con sus grandes ornamentos, el Señor dijo: “¿Ves estos grandes edificios? No quedará piedra sobre piedra, que no sea derribada” (Mr 13:2b). Pero cuando Pedro, confesó a Jesús como el Hijo del Dios viviente, Cristo le declaró: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás… Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mt 16:17b,18). Al ver el edificio del templo, Jesús dijo que de eso no quedaría piedra sobre piedra. Pero ante la fe de Pedro, dijo que sobre esa piedra sería edificada su iglesia. Cristo, y no una construcción de material, es la piedra viva sobre la que la Iglesia es edificada y en la que se apoya nuestra fe. Pero al hablar de la fe, ¿debemos referirnos a ella sólo como un concepto? Que la iglesia sea edificada sobre Cristo, ¿no implicará también el sacrificio de aquel que en verdad confiesa su fe? Al ver la vida de Pedro, su entrega, su servicio, sus lágrimas, su lucha por el evangelio, su muerte, podemos comprender mejor lo que el Señor Jesús le aseguró.

Pedro mismo nos dice: “Cristo es la piedra viva, rechazada por los seres humanos, pero escogida y preciosa ante Dios. Al acercarse a él, también ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegan a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo” (1 P 2:4,5). Cristo es el fundamento de la Iglesia. Pedro sólo era una piedra en la construcción. Pero, ¡cuánto podemos aprender y admirar de Pedro en su lucha por vivir como un sacerdote santo de Dios! Él dio ejemplo de fe. De igual modo, recordemos y honremos a quienes nos precedieron y se esfuerzan y sacrifican para llevarnos a ser parte de las victorias del Señor. Hebreos nos dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe” (He 13:7). Así que, no seamos olvidadizos, indiferentes o ingratos hacia Dios ni hacia quienes el Señor ha utilizado para nuestra salvación. Para un miembro del pueblo de Dios, la gratitud hacia el Señor y el respeto y la honra hacia quienes velan por él debe ser una característica ineludible.

1. A este lado del Jordán (7-24)

Una vez detallados los triunfos de Israel de la mano de Moisés al otro lado del Jordán, los registros continúan mencionando las victorias de los hebreos en la guía de Josué dentro de la tierra prometida. El texto enumera a “…los reyes de la tierra que derrotaron Josué y los hijos de Israel, a este lado del Jordán hacia el occidente…” (Jos 12:7a). Todos los gobernantes que cayeron ante el Dios de Israel en tierra de Canaán fueron treinta y un reyes.

De este modo, el pueblo conformado por los antiguos esclavos de Egipto, ahora contaban con su propio territorio. Los que habían vivido en tiendas, vagando por el desierto, ahora podrían asentarse en su propia tierra. Los israelitas tendrían, finalmente, un hogar. Y del largo proceso de unos siete años de continua guerra, ellos habían obtenido impresionantes revelaciones y enseñanzas del Señor. Esto quedaría registrado en los escritos de Josué, pero también, en el corazón de cada uno de ellos.

Primero, los israelitas experimentaron al Dios todopoderoso y soberano. El Dios que secó el río Jordán a su paso. Que hizo caer los muros de Jericó. Que les dio la victoria sobre ejércitos más poderosos que ellos por más que tuviesen carros y caballos. Que envió granizo y detuvo el sol. Como dijo Rahab, el Señor se manifestó ante los hebreos como “Dios arriba en los cielos y abajo en la tierra” (Jos 2:11b). El Dios poderoso y soberano, peleó por su pueblo porque de Él era la guerra. Una guerra espiritual contra el dominio del diablo antes que una acción militar terrenal. Una guerra en la que nadie pudo oponerse al Dios de Israel ni aliarse en su contra. Por lo tanto, los hebreos entendieron que no hay quien pueda hacerle frente al Señor por más intimidante que se vea el enemigo. Nadie puede derrotarlo. Nadie puede detener sus propósitos. Nadie puede frustrar su voluntad.

Ese Dios de Israel es también nuestro Dios todopoderoso y soberano. El que comanda nuestras luchas y pelea por nosotros. Nadie puede derrotarlo. Nadie puede detenerlo. Nadie puede frustrar su voluntad. Pablo alabó al Señor diciendo: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento” (2 Co 2:14). Nuestro Dios es poderoso y soberano. Él nos lleva de victoria en victoria para cumplir sus propósitos eternos.

Segundo, los israelitas experimentaron al Dios santo y justo. Al Dios que aborrece el pecado. Así lo demostró al hacer caer a su mismo pueblo en la derrota cuando uno de ellos lo desobedeció. Israel fue vencido en una única batalla debido a que Acán prevaricó contra el Señor. Y por no consultar a Dios, los hebreos resultaron derrotados. Pero, cuando oraron, el Señor les reveló: “Israel ha pecado, y aun han quebrantado mi pacto que yo les mandé… Por esto los hijos de Israel no podrán hacer frente a sus enemigos, sino que delante de sus enemigos volverán la espalda…” (Jos 7:11a,12a). Recién después de haberse arrepentido, los israelitas salieron a la batalla y vencieron. Asimismo, Dios se manifestó como el Dios santo y justo que no tolera el pecado al utilizar a su pueblo como instrumento de juicio para castigar a los cananeos que vivían en maldad e idolatría. Los hebreos entendieron que sólo si obedecían al Señor y se apartaban del pecado, podrían recibir su bendición. Entendieron que sólo cuando dependían del Señor buscándolo en oración podían salir vencedores. Entendieron que Dios aborrece el pecado y trae su juicio inminente para castigar a los pecadores no arrepentidos.

Nuestro Señor es el Dios santo y justo que no puede convivir con el pecado. Por eso, Pablo nos dice: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Ro 6:12,13). Por lo tanto, así como Dios es santo, quienes conformamos su pueblo, tenemos que procurar llevar una vida santa. Luchando contra los hábitos del pecado. Para esto, debemos esforzarnos por obedecer la palabra de Dios y llevar una vida de oración en el Espíritu Santo. Sólo entonces podremos esperar experimentar las bendiciones y las victorias del Señor.

Tercero, los israelitas experimentaron al Dios fiel. El Señor le había dicho a Josué antes de cruzar a la tierra prometida: “Yo os he entregado, como lo había dicho a Moisés, todo lugar que pisare la planta de vuestro pie. Desde el desierto y el Líbano hasta el gran río Éufrates, toda la tierra de los heteos hasta el gran mar donde se pone el sol, será vuestro territorio. Nadie te podrá hacer frente en todos los días de tu vida…” (Jos 1:3-5a). Conforme a estas palabras, el Señor le otorgó la tierra prometida a su pueblo acompañándolo en la batalla. Fue fiel hasta cumplir perfectamente las promesas que le había dado a Josué. Finalmente, la tierra descansó de la guerra y Dios le dio reposo a su pueblo. Los israelitas entendieron que el Señor los había bendecido dándoles una patria propia con un espacioso lugar donde podrían servirle en libertad.

Nuestro Señor es fiel en cumplir todas sus promesas. Él también nos acompaña en nuestras batallas y nos hace vencedores cuando le creemos y le obedecemos. Asimismo, nos prepara un reposo eterno en su presencia, en la patria celestial que nos ha prometido. Como dijo Pablo: “…nuestra patria está en el cielo y de ahí estamos esperando que venga el Salvador, nuestro Señor Jesucristo” (Fil 3:20; PDT). Jesús nos promete: “No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí. En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (Jn 14:1-3; NVI). Esta es nuestra seguridad y es también nuestra esperanza. Porque, como lo fue para el pueblo de Israel, los propósitos de Dios están en otorgarnos salvación y un hogar de reposo en su reino celestial.

Alabemos al Señor que nos ha bendecido con su salvación en Cristo, según su soberanía y conforme a su poder. Alabemos al Señor que nos ha llamado a una vida santa a fin de extender su reino en una campaña de conquista espiritual. Alabemos al Señor que nos ha dado magníficas promesas y que nos reserva un hogar en los cielos, nuestra patria gloriosa. Tengamos memoria de todo lo que Él ha hecho por nosotros y guardemos nuestra identidad como miembros de su pueblo santo.

A lo largo de la campaña de conquista del pueblo de Israel, treinta y tres reyes fueron derrotados y sus ciudades tomadas por los hebreos. Dos reyes al otro lado del Jordán y treinta y un reyes a este lado del Jordán. Treinta y tres reinos fueron juzgados por el Señor y sometidos bajo los pies de su pueblo. Hoy nosotros también estamos en medio de una guerra espiritual. Fuimos llamados a una progresiva campaña de conquista. Jesús nos dice: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos ha venido avanzando contra viento y marea, y los que se esfuerzan logran aferrarse a él” (Mt 11:12; NVI). Perseveremos hasta el final en la lucha por el avance del reino de los cielos por predicar el evangelio de Jesucristo. El galardón llegará de mano del Dios fiel y soberano.

Pongamos nuestros ojos en el Dios de la Historia y guardemos registro en nuestro corazón de todo lo que Él ha obrado con su amor y poder para darnos su salvación. Confesemos como David: “Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios” (Sal 103:2). No nos volvamos olvidadizos ni ingratos. No perdamos la memoria ni la identidad. Recordemos cómo Dios ha usado a sus siervos fieles para que hoy podamos vivir bajo su reinado, y honremos a nuestros antepasados de fe. Confiemos en el Señor. Como lo hizo con el pueblo de Israel, Él derribará todo enemigo para asentarnos en nuestro hogar en los cielos donde reposaremos en su presencia para siempre.