Yo sufro un mal que es peor que el Covid-19. No hay barbijo, no hay alcohol en gel, no hay mameluco, no hay máscara, no hay distancia social, no hay aislamiento preventivo, que me impidan contraerlo. Es un mal que afecta a mis sentidos. Me va nublando la vista a tal punto que no puedo distinguir a quien siempre reina sobre y en mí. Me va obliterando mi sentido de la audición, a tal punto que no puedo distinguir su voz entre la multitud de voces que se levantan en mi interior. Me va quitando el sentido del gusto, quitando mi apetito e impidiendo que saboree y me llene su Palabra. Me va quitando la sensación de sed, y dejo de percibir que mi corazón está resquebrajado, árido, seco como las hojas que caen de los árboles en otoño. Me va anestesiando las emociones, evitando que pueda reír o llorar en su compañía. Envía una falsa señal a mi mente, diciendo que está todo bien. Que no es nada grave. Que es normal. Que es pasajero. Que se cura solo. Tarde o temprano. Pero se hace tarde. Se vuelve nunca.
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